El Reino Olvidado

Este diario es la crónica de un país olvidado, el seguimiento de su huella histórica, cultural y artística en España y en Europa.

Mi foto
Nombre:
Lugar: Bergidum, Asturia, Spain

ex gente susarrorum

jueves, mayo 17, 2007

La aldea leonesa. Distribución territorial. Supervivencias


FLORENTINO-AGUSTÍN DÍEZ. TIERRAS DE LEÓN Nº 38, 1980, pp. 79-98

I. PANORÁMICA PROVINCIAL

La división del territorio nacional en provincias, que data sustancialmente de 1833, ha sido reiteradamente criticada, atribuyéndole una artificiosidad que tanto repugna a veces con otras posibles divisiones, más naturales, que hubieran podido originar un tratamiento del delicado y complejo problema más racional y realista. Hubiera sido la división regional o, si se prefiere, la división del territorio en provincias-regiones.

Las tentativas llevadas a cabo para reducir a un mapa de regiones la división del territorio nacional se repitieron en el siglo XIX y han tenido notable eco doctrinal en el presente. Así en las proposiciones político-legislativas de los Proyectos de Escosura, en 1847, creando 11 regiones; en el de Segismundo Moret, de 1884, que establecía 15; en el de Silvela y Sánchez de Toca, de 1891, que proponía 13, o, en fin, las famosas regiones comarcales de Romero Robledo en su proyecto de 1884. Ortega y Gasset en su Ensayo sobre La Redención de las Provincias propugnaba, con singular énfasis y acervas críticas contra la vigente división del territorio en provincias, la creación de 10 grandes comarcas político-territoriales, con fuerte absorción de competencias en orden a organización y servicios, y gran autonomía. Vázquez de Mella, por su parte, apoyado en la historia y la geografía, defendía un regionalismo que partiese de una previa federación de municipios en comarcas y de comarcas en regiones.

Todo se quedó en meros intentos, pero si dejaron en la historia de nuestra política territorial un fondo de ideas significativas en torno a un muy grave problema no resuelto o defectuosamente resuelto.

La provincia en España, como el Departamento en Francia, pese a su artificiosidad de origen y al rigorismo de criterios que mantenía a ultranza el centralismo del Estado, fue cobrando arraigo en la Administración del País y en la conciencia del pueblo. En el Preámbulo del Estatuto Municipal de 1925 se afirmaba: "Negar que la provincia está arraigada ya, profunda e indeleblemente, en la vida española, sería una insensatez...". Entonces contaba la provincia con algo más de 90 años. Hoy se aproxima al siglo y medio. Teóricamente, legalmente, se respeta en la reciente Constitución, pero ¿cual será su suerte verdadera en medio de la brega autonomista, que se agitará por arriba en las regiones y aun en las nacionalidades, y por abajo en los municipios? ¿Podrá seguir siendo, efectivamente, más que una plataforma de apoyo para servicios del Estado, un ente operativo, eje de una politica para la vida local, en el fuero y en el nervio de una positiva misión cooperante y coordinante para los municipios y entre los municipios? Pero éste, señoras y señores, es otro cantar.

Bástenos ahora reconocer que la de León es una provincia de aquellas que alumbró el genio de Javier de Burgos, y dicho sea según nuestro leal saber y entender, una provincia que no escapó del todo mal dentro de la formación de nuestro mapa nacional-provincial. Quizás unos retoques por abajo, sobre comarcas de mucha "vocación leonesa", de mucho arrimo histórico, étnico y geográfico, hacia el núcleo mismo del solar de lo leonés; quizás algún otro retoque por el Este y Sureste para no dejar en el equivoco lindes que no solamente podían trazarse bien con simples criterios administrativos. No escapó mal, decimos, nuestra provincia, ya que si bien se miran y analizan sus valores reales y potenciales, el argumento expresivo de su variedad y riqueza comarcal, la extensión y el enclave, amén de sus razones ciertas de identidad en diversos órdenes, podríamos calificar a la nuestra de una bien dotada provincia-región, con tantos o mayores méritos que otras que se esmeran en acogerse a ese calificativo.

Ya en alguna ocasión habíamos querido trazar, a grandes rasgos, el amplio panorama geográfico-comarcal de nuestra provincia. Para Otero Pedrayo, las tierras comprendidas en la provincia de León, muy variadas, pues responden a diversos ritmos y atracciones, aunque no desprovista ninguna de ellas de singulares excelencias, "componen una unidad laboriosamente conseguida, llena de contrastes, de formas distintas de vida y de armonizadas riquezas...". Y todo, añadimos, bajo el signo de una historia común y un destino muy trabado en lo común también. Dos ríos de largo y famoso caudal organizan las das grandes cuencas, que abren, hacia Castilla con el Esla y hacia Galicia con el Sil, enriquecidos por cien afluentes, que van rubricando en los valles altos y medios una geografía original de comarcas, a la vez que dándonos el argumento natural de esa multiplicidad de aldeas que tan expresivamente caracterizan la geografía física y social de esta provincia.
La inmanente cordillera cantábrica, que tan líricas exaltaciones arrancara al verbo de Castelar, amojonada, al Oriente, por el impacto cósmico de los Picos de Europa y, al Poniente, por los clavos formidables de Peña Ubiña y el Cornón de Peñarrubia; la serranía de Ancares, más al Oeste, y al Sudoeste, la Guiana, Peña Trevinca y el Teleno, forman como un enorme cayado que domina y atrae, defendiéndola en su seno o desde sus broncos alcores, la llanura, movida y trabajada, y la gran fosa berciana, que así se hermanan en una trabazón indestructible, tierras-madres por las que corren los múltiples ríos tributando a las cuencas mayores la vida y la belleza. Para definir mejor valles y comarcas penetrarán y se alzarán dentro de ese gran cayado, derrames imponentes de los Montes de León, los colosos del Tambarón, cl Catoute y Peña Cefera y más al Norte Peñalarena y Rabin Alto. Desde sus cumbres el paisaje egregio y múltiple parece coronarse de misterio y la vida anudarse entre el rito pastoril y brañero, el amor íntimo y la soledad.

A medida que la llanura crece, se hincha y asciende, sus relieves se alteran, se descomponen y encrespan, buscando corno un respiro en los alongados valles paralelos del pie de sierra, y la geografía, hecha un maravilloso laberinto de cumbres, de senos y de arroyos, se organiza con el más solemne y bravo talante paisajista. Desde el peto más altivo, mirando hacia las llanuras, podremos exclamar con Gerardo Diego: "Allá detrás, al Sur, se amansa y tiende / la melena y el cerro y la ancha grupa / del león que alimentas en tu entraña. / Y la primera estrella santiguando / un ciclo de vendimia, ¡oh paz de España!".

II. EL POBLAMIENTO ALDEANO

Ciertamente que hablar de la provincia de León, de su geografía viva, obliga a hacerlo de sus aldeas y no solamente por su número, personalidad y género de vida, sino por su asentamiento. Hemos de reafirmar esa poderosa "razón de vida" que es el agua. Voz la suya que como ninguna otra llama a los hombres y los pueblos, los conforme y caracteriza, llama a las culturas y las civilizaciones, las genera, las afirma o las recrea. Es una llamada de la Naturaleza, es una voz prima de la vida; una de las personas de la gran "trinidad biológica": el mantillo, es decir, la tierra, como madre; el agua, como sangre de ese mantillo, y el sol que todo lo anima y eleva, embellece y multiplica.

Y no cabe olvidar que el tesoro del agua en León es como una crianza ingente, que en la innúmera nacencia de sus ríos siembra ya con las cabezas de cuenca el germen de las comarcas que irá fructificando profusamente por toda la geografía provincial. ¡Y cuidado, amigos, que nunca es lícito ajenarse del bautismo de la vida! Caminos andantes del agua, que dijera el poeta, muchos tiene León; nacen, cruzan y pasan, pero nada ata y fija tanto como ese agua que corre, creando y afincando pueblos y comarcas, mosaico espléndido de vida y paisaje, con todo su drama, con toda su ternura, con toda su cultura, argumentando una profunda convivencia territorial.
Recorramos nuestra provincia y si queremos conocer sus mil quinientos pueblos no sigamos otros caminos que los del agua, en sus cuatro mil seiscientos kilómetros; los de sus ríos mayores que son ocho o diez, y los de sus quince o veinte ríos menores, afluentes de los primeros, amén de sus cientos do arroyos y arroyuelos, y con toda seguridad y venturosa sorpresa encontraremos, una por una, con sus nombres propios y sus vitolas inéditas pero elocuentes, aquellas mil quinientas aldeas. Las conoceremos en su digna, humilde compostura, en su carácter firme y escueto, en su quehacer silencioso, mano abierta, puerta abierta, regazo amable; en sus vecindades libres; observaremos aún el rito sobrio y solemne de sus concejos abiertos convocados a son de campaña tañida o repicada, donde el vecino —desbonetado— dice lo que tiene que decir, porque allí, donde a veces se come pan y se bebe vinos se llama al vino vino, y al pan pan, incluso cuando se riñe, porque también se riñe en el Concejo, sobre todo cuando algún vecino quiere pasarse de listo burlando el uso o la costumbre o simplemente el mandato concejil.

Si en el itinerario tenemos suerte, podremos admirar o compartir la alegría de la fiesta patronal, que a veces alza grímpolas increíbles con los pendones do la tierra, que solamente pueden sostener —y no se sabe cómo— unos mozos menudos, magros, hercúleos de fuerza y arrestos, que van abriendo paso a la Virgen del Castro; veremos con qué impresionante dignidad pasa la Cofradía de los hombrines de la capa parda y centenaria de la Sobarriba; nos estremecerá la gran víspera, ya motorizada, que se enajena de gozo y tradición en Carrasconte, junto a la "piedra furada", o, en fin, llenarán de seducción nuestros ojos, los del cuerpo y los del alma, la comitiva nupcial de los maragatos, la jota de Boñar, la "garrucha" de Babia y Laciana, el punteau y el bien pareau del Bierzo...

A esa gran regla general del asentamiento de nuestras aldeas junto al agua que fluye y corre, incluidas las preciosas villas, las pocas ciudades y los lugares dispersos, encontramos, por supuesto, excepciones; pocas y ya en parte superadas, como ocurre en el Páramo, que fue yermo y secarral, sin río, arroyo ni fuente, aunque tenía sus capas de agua freática y, para elevarla, sus ciconias antiguas o sus artilugios modernos, y ahora es vega ancha y fecunda, porque recibe el agua generosa del Luna, que es un río muy poético y muy sembrador. Otras excepciones pueden ser "Los Campos" o "Los Oteros del Rey", par ejemplo, pero sólo en parte, porque la influencia del Ces es grande y la del Esla mayor. Además viven mucho de la esperanza de poder regar más y mejor, ya que para beber y sonreír con e] agua a la vida tienen y aún les sobra.

Y porque, como hemos visto, los cursos de agua en nuestra provincia son infinitos, así resulta que infinitos parecen los núcleos poblados asentados por valles y riberas; núcleos pequeños, mínimos a veces, como piña familiar, salvo las villas que capitalizan comarcas y las pocas ciudades que capitalizan arras muchas comarcas de la historia grande.

En un fenómeno de ley natural el que los grupos humanos hayan tendido y tiendan a fijarse allí donde el agua, juntamente con otras condiciones, naturales también, da vida y pide vidas. Cuando esto no ha ocurrido o no ha sido posible, por razones de aislamiento secular, de enquistamiento étnico, de servidumbres o reservas impuestas, los grupos humanos de tan triste condición son en realidad grupos marginados: será en las zonas polares donde el agua es desierto de nieve o hielo, será en los tremendos enclaves de las altiplanicies andinas, será en los desiertos inacabables...

El fenómeno del asentamiento humano en nuestra provincia, dominado por aquella ley natural, no puede señalarse corno una excepción singular, pero sí cabe afirmar que constituye un supuesto de adaptación del hombre a la tierra, bajo el imperio natural del agua, que por su generalidad y minuciosidad, llama elocuentemente la atención y se manifiesta con gran expresividad caracterizarte y unificante.

Pero ese bellísimo mosaico armonioso, ese natural equilibrio, esa humildad tantas veces exigente de renuncia y de sudores, han comenzado a alterarse, porque también a nuestras aldeas las va erosionando el sordo y envenenado viento negro de la ruina y en bastantes casos ya, de la muerte.

Hablamos de la aldea en general, que en unos casos acaba de morir y en otros muchos se desvanece, sin pulso en las venas, sin aliento en el corazón, raída la esperanza, porque ésta se fue, se va con juventud, como se va con la juventud la vida. El clásico silencio de los campos no fue nunca tan mortal como el que ahora pesa sobre muchos de nuestros pueblos. Sobre ellos no ha caído el fragor de las batallas o el ímpetu devastador de las invasiones, pues que de tan crueles y sangrientos males las aldeas han sabido curarse, como han sabido hacerlo de los horribles estragos de las hambres y las pestes. El mal que ahora invade al cuerpo y al alma recios de la aldea, es un mal que no grita, que no pega, que no cerca por hambre ni sed, que ni siquiera expolia, como tantas veces expolió la injusticia a los campos; un mal que ni siquiera se define bien en los medios un tanto esquivos de la Sociología. Su mal, amigos, es el peor de los males: el olvido, la indiferencia; ni siquiera el de un olvido consciente. Es, si me lo permitís, un mal que sólo produce eso que llamamos el siglo, la civilización del siglo.

No perdamos, sin embargo, la esperanza, ¿Por puro apego sentimental? Un poco, tal vez, pero acaso porque creemos en la vida y en las fuentes de la vida, porque un día tendrán que desbrozarse las que hoy se abandonan y abrirse los surcos que ahora quedan yertos.

III. EL FENOMENO COMARCAL

Pero si este fenómeno de la aldea leonesa, en su número, distribución y personalidad concejil, ofrece un interés sobresaliente, aún es mayor, a nuestro modo de ver, la peculiaridad que ofrecen, no los municipios en que ahora se agrupan las aldeas, sino las comarcas naturales, las pequeñas comarcas, tan caracterizadas, donde municipios y aldeas encuentran sus escenarios maravillosos. Estas comarcas no tienen una investidura administrativa ni política, ni responden a ningún género de divisiones territoriales organizadas por el hombre, pero encarnan magníficamente una comunión de caracteres físicos o geográficos y, aún más, una comunión de sentimientos, de aficiones, de ilusiones, en suma. Una comunión de querencias que se traduce constantemente en las conocidas expresiones, aureoladas del legítimo orgullo, que nos recuerda el maestro Berrueta: "Soy argollano", "soy cepedano"; "yo, maragato", "yo, de la Sobarriba", del Priorato, del Condado, de la Somoza, de Fornela; soy babiano, soy omañés, soy de la Tercia o de Luna o de Valdeburón o de Sajambre, de Ordás o de la ribera del Orbigo, de la Tierra de la Reina, de los Oteros del Rey, etc., etc.

En nuestro estudio "Valoración político-administrativa del concepto de comarca", publicado en 1971, intentamos, no solamente establecer el concepto de comarca, sino también las clases de la misma; todo y siempre bajo la intención doctrinal de promover una reforma del mapa político-administrativo de nuestros términos municipales. En síntesis, esa clasificación comprende la región, la gran comarca y la comarca natural ordinaria o "municipio-comarca". Hemos aludido alguna vez al caso leonés; puede perfilarse más; podemos partir de la provincia como provincia-región. Además del Bierzo cabria señalar como ejemplos de "gran comarca", las montañas del Nornoreste, y las del Nornoroeste, con una línea divisoria coincidente con el Valle del Bernesga, por La Robla, Gordón y La Tercia, hasta Pajares. Comprende prácticamente los partidos de Riaño y La Vecilla. El primero particularmente, en opinión de Cardenal y en el aspecto antropológico, se diferencia de todo el resto de la provincia de León. Las afinidades con él de las gentes del partido de La Vecilla parecen muchas. Etnicamente, sociológicamente, y en muchos aspectos del género de vida, las montañas del Nornoroeste son distintas, y se definen por los grandes valles de los ríos Luna y Omaña, es decir, el territorio que prácticamente comprende el partido de Murias de Paredes.

En esas diferenciaciones antropológicas o incluso sociológicas parece aflorar un eco, un residuo, una influencia de otras diferenciaciones muy antiguas, acaso de las que sellaron la división de los clanes cántabros y astures... Otra gran comarca, más compleja, seria la de las tierras llanas, con la pequeña comarca de León y León mismo como centro, y el gran círculo de las de la Sobarriba, Rueda, Condado, Campos, Oteros del Rey, riberas de los ríos Cea, Esla, Porma, Orbigo, comarcas del Jamuz, del Eria, del Duerna, de Astorga y Maragatería, de la Cepeda, etc. La Cabrera, o las Cabreras, las dejaríamos como comarcas ordinarias en la amplia demarcación del Bierzo, hacia cuya gran fosa caminan las aguas del río Cabrera. Lo que llamamos "tierras llanas" y lo clasificamos como "gran comarca", lo hacernos sin desconocer que la morfología y la plástica presentan en comarcas de ese gran cuadro movimientos diversos, pero nunca alteraciones excesivas, como en los Oteros, en Rueda y el Condado, en las zonas que ascienden por laderas o derrames del Teleno, la propia Maragatería, etc., etc., sin desconocer aquellas eclosiones orográficas interiores del Tambarón, etc,; "tierras llanas", en suma, que vienen a constituir un grande y variado mosaico, que limita al Norte con el pie de sierra de las grandes comarcas de montaña; al Sur con laderas y derrames del Teleno y su línea decreciente hacia el Sureste; al Este con las vaguadas de enlace o difusión del Cea o el Araduey, vaguadas de abanico ya muy abierto, y al Este con el Bierzo.

En cuanto a lo que llamamos "comarcas ordinarias", "comarcas íntimas" o "comarcas municipios", en un primer ensayo de localización que hicimos por los años 1950, relacionábamos 49 ó 50, ensayo al que dimos expresión gráfica que apareció en el núm. I de TIERRAS DE LEÓN. Revisado este mapa inicial, no se nos ocurren graves ni muchas rectificaciones, pero sí bastantes posibilidades de concentraciones o integraciones comarcales, que podrían reducir a veintitantas o treinta el número de esas comarcas ordinarias, susceptibles de investidura político-administrativa y en la versión más concreta de comarcas-municipio.

IV. LA ALDEA Y EL ANTECEDENTE DEL CASTRO

Entre las circunstancias, múltiples, que determinan el poblamiento o asentamiento de los grupos humanos —tema, ya se comprende, que hasta en una mera síntesis referencial escapa a nuestras posibilidades de esta ocasión reguramente, de siempre—, nosotros, en nuestra breve monografía histórica sobre "La Comunidad de aldea", dedicábamos un capítulo al que llamábamos "Precedente de la Gens y el Castro", en el que tratábamos de probar cómo uno de los orígenes remotos de muchas de nuestras aldeas estaba en aquella "unidad menor gentilicia" del Castro. Con intención ahora, de más específica referencia al antiguo mundo astur, debemos anotar datos válidos sobre fuentes responsables.

Según nos recuerda Caro Baroja, al tratar Estrabón de los pueblos del Norte de la Península, dice que sus costumbres eran iguales, y comprendía entre ellos desde los galaicos a los vascones, quedando al Este de los primeros los astures, que ocupaban una parte considerable de la provincia de León y la mayor parte de la de Asturias. La existencia de unidades sociales mayores que la familia, basadas en la idea de un supuesto parentesco, "está ampliamente documentada", sostiene Caro Baroja. Entre los astures la división tribal, de mayor a menor, parecía desarrollarse de esta forma: ARTURES - ZOELAS - DESONCI; pero debiendo emplearse al término de "unidad social" para aclarar el hecho de que dentro de cada una de las grandes unidades había otras menores y aun dentro de estas menores, otras. Nos acercamos, pues, de la mano de Caro Baroja y de los autores y testimonios antiguos que cita, a la "unidad social mínima" de los astures, que ahora nos interesa. Se afirma que podemos saber cómo eran las casas de algunos de estos montañeses por los testimonios que subsisten del tiempo de Estrabón —tema al que con más amplitud nos referiremos después—. Al occidente abundan, de manera que sorprende, los llamados castros, afirmación que Caro Baroja repetirá, incluso refiriéndose más concretamente a nuestros astures montañeses.

Pese a los equívocos de la terminología empleada por los autores antiguos, especialmente latinos, incluso por alguno moderno como Schulten, sobre todo cuando se habla de "tribu", o de "clan" o de "gens", lo que parece evidente es la existencia de grupos menos amplios dentro de la gens, señalando dentro de ese concepto el que corresponde, según aquellos mismos autores, a la gentilitas, como "fracción menor". Y en este sentido Caro Baroja sostiene que "la expresión material arqueológica, de esta unidad social —gentilitas— puede ser, en las zonas occidentales, el castro", citando como ejemplo y "estudio modelo" el de Coaña, de García Bellido y Uría Riu. De características muy similares a los de Coaña y Pendia, en Asturias, nosotros vamos a citar hoy bastantes núcleos arqueológicos de esa clase, asentados en los valles de Luna, Babia y Laciana.

Estarnos, pues, ante lo que se conoce como "humilde unidad gentilicia local". No cabría olvidar datos de supervivencias, con nombres de zonas de comarcas que comprenden aldeas actuales: vestigios toponímicos como el de "Val de Lomos" o "terra de Lemos" —recordemos las famosas "terras galaicas", algunas profundamente investigadas incluso arqueológicamente— "Terra de Deza". "Terra de Melide", "Terra de Nemancos", expresiones comarcales que a veces recuerdan conceptos gentilicios; asientos en otros supuestos de los gigurris, de los "pesgos", de los "pesici" en el valle de pesicos o Narcea, al otro lado de Leitariegos, que parecen incluir una idea de pluralidad, es decir, de comarcas pobladas con muchos núcleos que llamaríamos castros. Apurando el tema parece oportuna una alusión a Ptolomeo en orden a la división que hace de ciudades-pueblos-mercados, marcando en sus famosas tablas una distinción muy significativa como la de ciudad y pueblo, distinción que hoy diríamos ciudad y campo, o lo urbano y lo rural. Aparece el término mercado que es una unidad gentilicia también; se alude a caminos que los comunicaban y, como cabe deducir de testimonios de Estrabón, se llega a la concepción paralela de "mercado-aldea" o aldeas que fueron mercados, y el mercado —forum— con su autonomía y el rigor cada vez más duro de limites y fronteras locales. Ptolomeo da "mercado" como nombre propio de lugar; y junto a entidades de población surgidas de la existencia del "mercado gentilicio", las que parecen ostentar un derecho de "principalidad", de "capitalidad", dentro de cada circunscripción de segundo orden, por lo menos, —pueblos, populus, en Ptolomeo—. Como Lancia, cabeza de los lancienses. Cabezas de unidades gentilicias medias serianAstúrica, Bedunia, Brigaetium, etc., etc.
Casi insensiblemente vamos viendo cómo el orden actual de aldeas-comarcas sugiere, —sugiere, nada más, pero sugiere—, otro orden pre o protohistórico de castros-comarcas, comarcas de estirpes gentilicias, en cuya delimitación o asentamientos definitivos pudieron influir, junto a otras circunstancias, tantas veces violentas, las fuerzas y atracciones de la geografía física y biológica.

Siembra de castros-siembra de aldeas. ¿Puede en realidad valorarse positivamente esta ecuación, esta dicotomia? No, seguramente, si queremos dar un valor absoluto o excesivo al signo afirmativo de la relación, al remoto parentesco de origen; pero sí, seguramente también, si nos limitamos a opinar, sobre hipótesis y aún más allá de la hipótesis, que la aldea leonesa, especialmente la de nuestras montañas y valles altos, y en gran proporción, tuvo su raíz en el castro gentilicio.

Decíamos que en nuestra provincia cobra expresión singular el poblamiento aldeano, en número, en caracterización, en localización, llenando de vida y encanto los grandes abanicos de nuestros ríos y arroyos que jalonan y caracterizan a su vez el amplio territorio provincial. Pues bien, el que podríamos llamar "poblamiento castreño", con similares enclaves geográficos y en número crecidísimo, parece ofrecer, como argumento de la misma condición, un sino bien expresivo de antecedente troncal.

No poseemos, que yo sepa, un inventario completo de esos núcleos arqueológicos. Gómez Moreno, en su Catálogo Monumental, anota bastantes, pero es sin duda el P. César Morán el que en sus Excursiones arqueológicas por tierra de León nos ofrece una relación más nutrida, aunque tampoco completa ni mucho menos.

Sin tiempo para más, en la presente ocasión, nos vamos a limitar a seguir un itinerario de castros por los valles de Luna, de Babia, Laciana y Alto Sil. Digamos antes que la siembra de castros, expresión gentilicia de pequeños grupos humanos de asiento fijo primitivo, fue muy grande en nuestra región leonesa y más especialmente en nuestras montañas, como expresamente reconoce Caro Baroja y la realidad lo prueba. Sin temor a graves errores podríamos sostener la tesis de que uno de los más seguros y frecuentes orígenes de nuestros pueblos y aldeas actuales está en aquellas remotas fundaciones.

En algún lugar habíamos dicho que resultaría del mayor interés trazar —previa la adecuada sazón de estudios e investigaciones, de suficiente localización, al menos, de yacimientos arqueológicos—un mapa de los actuales pueblos leoneses, en relación con los antiguos castros astures o celta-astures, cántabros también, para deducir después, con curiosas y obligadas líneas de proyección, los naturales enlaces entre la comunidad aldeana que conocemos y el tronco más remoto de que procede.

El otero, la colina, el morro que apunta de la montaña para erguirse sobre el tío y dominar el valle; las cadenas de alcores de cúspides meseteñas y laderas elaboradas de escotadura y bastión, siguen hablándonos, con y como notables reliquias arqueológicas y toponímicas, del rango de madres de nuevas comunidades territoriales, cuyos antiguos moradores, a impulsos de une ley tan biológica como histórica, descendieren al valle, desaparecida ya una razón de defensa o forzados al éxodo por las invasiones, hasta que, definitivamente, se abandonó el culmen edificado y fortificado del primer núcleo gentilicio, en cuyo derredor se esponjaron con nuevas generaciones los valles, las vegas y las ricas terrazas agrícolas.
Vamos a seguir ahora, como antes anunciábamos, siempre a la mítica evocación de los castros, el itinerario que parte de La Magdalena de Canales, enfocando el Valle de Luna y cruzando el de las Babias llega a Laciana, descendiendo por el alto Sil hasta Columbrianos. Es una reseña presurosa, como pide la ocasión y condiciona la evidente limitación de nuestros recursos intelectuales o culturales sobre tan apasionante tema. En este sentido quizás la simple reseña tenga la virtud de un brindis para estudiosos sobre un campo poco explorado y enormemente prometedor de tesoros y riquezas para el acervo cultural de nuestra región.

Apenas pasada La Magdalena, tendremos a la derecha, en un cabezo limpio y rocoso, el Castro de Garaño, del que dice la copla: "Balcón de valles queridos, / bastión de vientos huraños...". Fue un castro de brega mineral, como denuncian escorias y escombros calcinados; acaso, reducto de penetraciones fabriles de otras culturas. Es un alcor abierto entre dos valles estrechos, forestales y mineros., alzado sobre el gran valle del Río Mayor de Luna. Quedan sobre el del oeste los taludes defensivos y escalonados, perfectos. Sobre el de oriente serpea un arroyuelo que se llama del Alfolí, porque a su final existió un almacén morisco. Junto al castro, a su abrigo y ya sobre la vega, el pueblecito de Garaño, adormido al eco de consejas que del castro brotan, evanescentes y alucinantes.

Celestialmente regido por Santo Tirso. La inocente chufla familiar de las vecindades próximas le dice: "Santo Tirso de Garaño coge las zorras pol rabo". Pero Santo Tirso, que es pequeñín y risueño, conoce bien su oficio y bendice a todos... Entre Mora y los Barrios, el Castro del Otero, que, entre las sombras de mi olvido y el matorral, envuelve el misterio de sus sepulturas; estas tumbas castreñas que son como granos muertos de vida que llevaron flor y fruto de vida a las aldeas del valle.
Sobre la negra roca atravesada, un día fundida en murallón y dique del lago glaciar, otro día rota por el empuje del lago mismo y ahora soldada por el hombre para hacer revivir el lago y domeñarlo a fin de prodigar vida y riqueza, la ruina de uno de los castillos más famosos del viejo reino astur-leonés, prisión del Conde de Saldaña Sancho Díaz, padre de Bernardo del Carpio. Así en la leyenda trágica y amante. Después, en la historia, con los condes de Luna, que alzados sobre el adarve pavoroso convocaban a las gentes para "facer castillaje" y partir "dende allí a conquistar la tierra... ". También en la historia, bajo los ateridos restos de la fortaleza, peto inexpugnable un día para la aceifa del segundo Amirí cordobés, prisión de reyes y caja fuerte del tesoro real legionense. Pero antes, mucho antes, debajo del castillo, cuando no había tal, el Castro, del que proceden piezas y testimonios, y se adivina el alarido de sus águilas humanas, desafiando con las puntas de sus cuchillos, a las Aguilas de Legión de la poderosa Roma. Así pudo ser cómo la prehistoria se fue haciendo historia, la historia crónica y la crónica romance o epopeya, Pero se hizo, sobre todo, vida; esa que palpita en la aldea del valle, acostada a la sombra del peñón, ya desguarnecido, los Barrios de Luna, divina estampa, capital de un muy antiguo y renombrado Concejo.

Conoceremos, muy cerca, dos castros más, el de Arriba y el de Abajo, sobre Mallo, otra aldeita deliciosa, que se ha quedado muy sola junto a las olas del lago nuevo, donde sus infelices hermanas perecieron.

Hay que apartarse un poco por el estrecho valle de Caldas, que ahora trepida con las obras de la autopista que va a anudar, otra vez, la ocasión histórica y regional de León y de Asturias. En Caldas encontraríamos nuestro romance de La Pastora, y entre Oblanca y Caldas, el Castro y el Sucastro, dos escalones por donde subieron para huir, defenderse y aposentarse, grupitos humanos como piñas de parentescos gentilicios. Y desde allí, otear, porque aquellos pueblos tenían que estar siempre en inquieto alerta: la flecha tendida contra el forajido, el ave de rapiña, el jabalí o el venado, y el arpón listo para asegurar la trucha grande y arrazada en los senos del Luna. Sucastro era como la avanzada o barbacana del castro-señor y de entre sus mantillos, reflorecidos en las aldeas del valle, provienen hachas neolíticas, fíbulas de bella pátina, hachas de bronce con aletas, sepulcros roqueros, ruedas de molino de mano, vasos de vidrio, cuernos de ciervo...

Seguimos y anotamos: en Sena, el Castrín; los Oteros, en Huergas, y otro Otero más, el Castro de Riolago. Pero entremos en esa maravillosa bocanada del gran Valle de Luna que es el paisaje de San Emiliano con la siembra de sus castros: Peña Castro, Castillo Griego, Pico Castro, Cantulurriu.., Voces lejanísimas, mensajes de cornos roncos, alaridos de alerta o llamada, ráfagas sonoras volando de alcor en alcor, de castro en castro, citas para el combate, convocatorias para la empresa comunitaria del clan, ijujús para el amor y la fiesta... Y otros castros más, en la siembra prodigiosa: Los lutares de Torrebarrio y Genestosa; el Castro lutarieto o el que ahora dicen el Lutar de Pepe, ricos en enterramientos. Se hermanarían o lucharían con los castros de La Mesa, la Seta y los Castriechos, ya en las divisorias, donde comienza a abrirse el hondón de los valles asturianos.

Regresamos al valle central y nos acercamos a las breves eminencias prehistóricas de Quintanilla, que tanto atrajeron la atención de nuestro guía en el recuerdo, el P. Morán: allí el Otero, sobre el que, sacralizando, se levantó la iglesia de San Lorenzo, y no lejos, el castro del Escaño que tiene como estribo el Sucastro, donde abunda menudencia de objetos de bronce, agujas que cosieron pieles de alimaña o de venado, anillos, cadenillas y cuentas de collar, galas del inocente frívolo vestir de las hembras matriarcales en su alborozo y envidiar, acaso, a las de la gens cercana del Castro —luego Castillo— de Mena, guardián de Cabrillanes, balcón altanero de la Vega Chache, la gran joya de las Estampas de Babia, que tarareó deliciosamente Guzmán Álvarez.

Y siempre, a la llamada mágica de los crastros, entramos en Laciana, aunque sin olvidar que Babia arriba, aún seguirán los castros testimoniando la sembradora vida lejanísima, hasta llegar a los senos pastoriles de Meroy, al asiento señorial de Vega de Viejos y el puerto de los vaqueiros de Somiedo, un trono muy alto donde se asienta la Naturaleza desnuda para respirar sus más puros aires y donde hubo unas minas romanas que nos dejaron bronces de Vera Trajano; sin dejar de avistar otros senos más profundos por la Cueta, donde reinan los gigantes de Cacavillo y Monte Igüero.

En Laciana hubo un Castro-rey, La Zamora, de donde partía, tajado en la dura roca, el legendario camino de La Serrantina, que iba hacia Asturias. La tradición cuenta que aquello de La Zamora fue un castillo y que había un túnel tapiado por el que sus antiguos moradores salían a surtirse de agua en el río. Esto nos dice el P. Morán, pero del Castro de a Zamora —que no castillo— sabemos nosotros alguna cosa más. En efecto, desde el castro hasta el río, baja un conducto, un canalito oculto, bien construido en piedra, que se descubre, intacto, en alguna de sus partes; un carril soterrado por donde los moradores del castro deslizaban sus vasijas, sujetas a sus cuerdas, para alcanzar y subir el agua que necesitaban. El Castro-rey de La Zamora, que no tiene nada que ver con la universal leyenda mora de las creencias vulgares, aunque enterradas sus ruinas y fundamentos, desde la acrópolis hasta los taludes y muros de su defensa y los habitáculos de sus gentes, permanece intacto, esperando la inteligente mano exploradora que ponga de manifiesto toda su grandeza. Mirando hacia los barrios de Sosas están las ruinas del caserío, las chozas circulares, testigos mudos pero elocuentes de lo que ahí registró la empinada y difícil existencia de los remotos antepasados. Cuando un día las gentes de La Zamora se vieron forzadas a descender del culmen milenario, sembraron el valle de mínimos poblados, que después y ahora son aldeas y villas florecientes.

Abajo, en morros que avanzan sobre el río, están los tesos y los sultesos, y está nuestra gran ocasión excavadora, más movida de amor y curiosidad que de ciencia: es el Castro de las Muelas, o, como allí se dice, Las Muelas del Castro. Un poblado mínimo, amurallado por las laderas que dan al viejo camino y al pincho arroyuelo de Las Galianas, en las laderas de Cueto Nidio. Por arriba, el castrillón, con su cabeza gruesa y ovalada y su largo espigón, todo ello construido de lajas bien remetidas y compuestas, que era una defensa artificial del castro sobre el vado por donde subía el camino que desde Rioscuro venía. Al lado del castrillón, los hornos aún vivos en los troncos de roble calcinados, y no lejos, las chozas redondas y los molinos de mano, donde las gentes del castro molían bellota para calmar el hombre voraz; y fíbulas y cerámicas con imbrices, y ganchos y agujas de hierro... Estos restos, todo lo que allí encontramos, quedó en el Ayuntamiento de Villablino Eran como juguetes de una época sin crónica ni calendas, que de nuevo venían a jugar entre las manos inquietas y asombradas de Víctor de la Serna cuando hacia su viaje foramontano por el "Valle de la Libertad".

Más castros en Laciana. No olvidemos el de Villaseca, cuyas peñas, resquebrajadas por el aquel de las minas que horadan el monte, tuvieron que ser amarradas con fortísimos cinchos de hierro, como otro Prometeo encadenado, para evitar que el castro, con todo su mito, se derrumbara sobre una parte del pueblo, sobre la iglesia y sobre la carretera.

Por el lado de los Rabanales quedan el Castro Nuevo y el Castro Viejo; el primero partido graciosamente en dos por una hondonada llamada el Cavén, y allí una ermita a la Virgen de Guadalupe. Muy cerca, en Llamas, las Coronas de Tardepanes. En Caboalles de Abajo, La Cruz del Castro y más arriba los Prados del Castro, cerca de la Braña de Valdepila. Y todavía otros, muy atrincherados, por las cercanías del Puerto de Leitariegos.

Pero ésta que hemos seguido para llegar a Babia y Laciana no es la única ruta castreña. La otra está en el Valle del Sil. Bajemos ahora desde Laciana, camino del Bierzo y, enseguida, sobre Cuevas del Sil, se nos mostrará la Mata del Otero. Más abajo un castro fuerte, que se llama simplemente así, el Castro, con sus "campos atrincherados", cerca de Toreno, villa famosa, con mucho que ver en la historia y su rollo de jurisdicción —¿concejil, señorial?—, y muy metidos ya en otra jurisdicción, la del Valle de Finolledo. Un castro más en San Andrés de Montejos, y otro más, hito que cierra esta breve evocación, en Columbrianos. De ellos nos dejó datos curiosos Gómez Moreno.

De aquí no pasamos. No, porque abajo están también, con otra siembra de castros y de aldeas sus hijas, otros caminos, que son muy nuestras, pero que no recorremos en la presente ocasión. Y con esos caminos está la enorme y siempre apasionante tentación del Bierzo, escenario glorioso donde todos los grandes peregrinajes de la historia, de la religión y de las culturas, se dieron cita.

Hemos querido, otra vez, estar con los astures de nuestras montañas, recordándolos en sus huellas, pero todo esto —¡oh, el tema y el problema de los orígenes de los pueblos!— todo esto, en alta versión científica, habremos de dejarlo para las lúcidas mentes investigadoras, acogiéndonos, mejor, a la docencia de García y Bellido, de Caro Baroja, etc. Evoquemos con ellos, si acaso, el carácter de aquellos antepasados, que Estrabón o los autores latinos de la Antigüedad nos refieren: tenían oro, el que Roma ambicionaba, pero eran pobres; eran sobrios, eran valientes hasta la temeridad y el heroísmo, con desprecio de la vida cuando se ponía a prueba su amor a la independencia. Eran recios y aguerridos en el combate, en el que desafiaban a la muere cantando; vivían de la caza, de la pesca, la rapiña... Temieron a Roma y a su Imperio, pero se enfrentaron, hasta morir, a las legiones romanas, y de tanto arrojo aún pudieron sobrevivir reductos invencibles. Y de tanto virotismo aún pueden enorgullecerse, en la sensación de su origen más remoto, muchas de nuestras comunidades aldeanas.

Pero sigamos hablando, un poco más, de los hombres del castro. Ya en la paz, siempre alertada, se ejercitaban en el pugilato y la carrera; los juegos "gímnicos", "hoplíticos" e "hípicos" de sus fiestas religiosas, de los que es fácil encontrar vivencias notables en nuestras montadas ponían a prueba el ánimo luchador y la destreza física, que tanto habrían de necesitar contra el enemigo exterior o el clan vecino; en la guerrilla o la emboscada, acreditaban su pericia, ya a pie o a caballo, y blandían con ímpetu singular sus armas arrojadizas, que Carisio, caudillo de Roma, hiciera esculpir en el anverso de las monedas que conmemoraban sus victorias: acaso la falcata, la honda —tan de nuestro vigente mundo pastoril—, el hacha bipennis, o aquella otra, más corriente entre los astures, de una o dos aletas o anillos, como las que encontramos en castros de Luna.

Su asiento sobre el culmen fortificado era como nido de águilas, prontas a dispararse en la guerrilla, en la rapiña o en la caza; pero en el nido reinaba primero la madre, sin otro fuero que el suyo; después sería la propia familia, la que iría cobrando derechos. hasta llegar a una organización más patriarcal, con el patriarca, el gran paterfamilias de tan honda y alongada tradición en nuestras pueblos.

El castro era algo más que la familia, era una comunidad local y requería su gobierno, que se basaría en el respeto a la edad y a la dignidad, y daría origen al Consejo de ancianos, a la asamblea de los cabezas de familia donde Costa quería ver un primer embrión del Concejo. El Consejo dictaría las supremas resoluciones para la paz o la guerra y también para el orden que requería la administración de loa patrimonios comunes, que por el mero hecho de existir estaban requeridos de esa administración, que seguramente recuerdan muchas de nuestras aún vivas instituciones concejiles, como la facendera, las veceras, los repartos periódicos de tierras del común, las bouzas de concejo, las "rondas", las "visas", las "monterías" contra alimañas depredadoras.

Se bebía vino en común, seguramente como final da trabajos también comunes, acaso en reuniones simplemente convocadas "para beber", como todavía en los siglos XVII y XVIII ocurría en Mataluenga donde, según sus Ordenanzas antiguas, se convocaban concejos "para beber", hasta "dos tragos por vecino e non más", o, como en el caso general de la facendera se sigue haciendo, durante los trabajos o al terminar los mismos.

Acaso tuvieron arraigo aquellas viejas instituciones del "matrimonio de visita" o el "matrimonio de servidumbre", ya en el ciclo patriarcal, que los antropólogos o prehistoriadores localizan en áreas muy lejanas a las nuestras, pero que en las nuestras, con las naturales variantes, parecen recordarse: el recién casado que sigue viviendo por un tiempo con sus padres, pero cambia de hogar para pasar la noche con su esposa en la casa de ésta. Así en el primer supuesto. La formación de patrimonio propio de los nuevos esposos, ya en el hogar de los padrea de la esposa y la hegemonía que por razón de trabajos, de renovación familiar y de arraigo, va cobrando el esposo joven, que irá compartiendo un señorío de hecho o lo asumirá plenamente aun antes de que el padre anciano fallezca, pero sin que nunca se entibie la veneración que el padre-patriarca despierta. Así en el segundo supuesto o "matrimonio de servidumbre". Un proceso familiar, en suma, que parece acreditar influencias de esencia muy remota.

La línea sobria, monótona, en el vestido, "sayos negros" en las mujeres astures, "abarcas" como calzado en los hombres: así nuestras madres aldeanas, de negro envueltas y tocadas, y las abarcas, no solamente para los pastores, sino en la generalidad de los hombres, hasta hace bien poco tiempo, y el escarpín o la escarpita en la abarca.

Una de las diversiones favoritas, "la danza", acaso como manifestación acompañada de cantos épicos o de victoria., acaso como expresión de puro solaz; danzas comunitarias de plenilunio en honor de dioses indígenas, innominados o de advocación conocida, como aquel dios Crarus de la lápida romanizada de San Miguel de Laciana; y acaso también por estas montañas del septentrión occidental, como en la de los cántabros tamáricos, la veneración a la fuentes intermitentes o da aguas salutíferas, fuentes envueltas en leyenda milagrera y misterio, halos que aún perduran, como en aquella "fuente sagrada" de Leitariegos, la de las "bruchas" en las heridas campiñas pastoriles de La Cueta, las fuentes de "Las Galianas" o las famosas "prohidas" lacianiegas o asturianas; las de los "vichiviechos", en fin, de nuestro Puerto de Santas Martas... Y el misterio aún más hondo de los lagos de nuestros entresijos serranos, por San Isidro con el de Isoba o el Ausente; por el Cueto de Arbas y las tremendas excavaciones vecinas; por La Baña, por la maravilla endorreica de Somiedo o de Saliencia, donde Mario Roso de Luna encontrara, con su séquito y su ciencia teosóficos, entre ecos arrebatados de Xanas y Ventolinos, el alucinante tesoro del Tara-Vicus o el Vicus-Tara, en las profundidades de la Gruta del Lago de la Cueva, al que pudimos arribar una noche por una increíble senda tajada en la altísima y limpia pared de la roca por muchos milenios de erosión y de pezuñas nómadas. Esos lagos que entre fanatismo y magia atraían la veneración de los astures, que arrojaban a sus aguas las hachas de sus combates esperando las exhalaciones extrañas de vigor o de salud, que como las del hacha y el rayo, envían dioses celestes.

Y volvamos a la danza, como aquella que ponía epilogo o alegraba el yantar común, que se bailaba al son de le flauta o la trompeta, en la que intervenían todos juntos y consistía, según Estrabón, en "agacharse y luego saltar...". Si queda algún eco de esta danza primitiva, tal vez hubiera que buscarlo por las fronteras astures y vaqueiras, en las alturas o en las vertientes altas cis o trasmontanas de las sierras de Somiedo, la Babia Alta o la Laciana del Muxivén. Concretamente en Lumajo, hace ya muchos años y solamente como privilegio de las gentes adultas, ancianas más bien, pudimos contemplar dos danzas singulares: El careau y los pochus. De la primera recordamos un movimiento que parecía responder al nombre. Los danzantes insinuaban un careo hacia un centro o eje invisible, absorbente, mágico. De los pochus sólo recordarnos su agitación, sus movimientos extraños y rápidos. Hemos intentado información más precisa, pero no la hemos recibido hasta el momento. El canto, si vaqueiro, era más vivo también que el acompaña a la garrucha o el baile chano de Babia a Laciana. Allí había panderos, pero había también almireces u otros instrumentos metálicos del utillaje doméstico; aquí, al menos por Laciana y Babia alta, había, hay, pandero, cuadrado y encintada, de un hondo retumbar difuso, y de piel de cabra u oveja: "Esti panderu que tocu / ia de pelecho de ogüecha / ayer berraba nel monte / hoy toca que retumbiecha"... Este fondo musical, sincronizado con el ronco croar de los enormes crótalos, tenia, tiene necesariamente que acunar una danza solemne, de muy elegantes dejes y ademanes, muy peculiares en el movimiento de hombros y brazos en el hombre, y el engarce final de la garrucha, por la que el varón enlaza con su brazo el brazo de la hembra y la atrae muy gentil y vigorosamente hacia si.

Queremos insistir: Persistirá en el Estado visigótico el sistema ibérico de aldeas, como persistió durante el multisecular paso de Roma. Y con la aldea-castro, o con la aldea del castro derivada, el patrimonio comunal, el o los compascua, campos de pasto común, que cita San Isidoro y que se dejaron aparte cuando se llevaron a cabo los repartos de tierras en virtud del Foedus o Pacto de Valla de 418. El asiento primitivo ibérico fue en aldeas y así lo afirman, entre otros, Manuel Torres, entre los contemporáneos, y Pérez Pujol o Mayer entre los clásicos modernos. El castro era en si una aldea, una "breve unidad gentilicia", coma afirma Pedem. La vida rural de la España romana se desarrolló en parte en aldeas abiertas de origen indígena, sostiene, por su parte, Taracena. Y a aquellas aldeas, sobre todo en las montañas, se atribuye una propiedad "comunal o comunalista", como razonan Azcárate y Costa.
Esta correlación de propiedad comunal y gens primitiva parece aportar un importantísimo y perenne elemento —el elemento patrimonial— a la denominación misma de "Comunidad de aldea", de la que Sales y Ferré situaba en España tres tipos y de ellos, el mis arcaico, cuasigentilicio, el que domina aún a lo largo de la cordillera que separa la provincia de Asturias de las de León y Santander, y que cabe extender, no sólo a toda la montaña leonesa, sino también a buena parte de las riberas de sus ríos, por estimar se encuentran reminiscencias y múltiples características comunes.

V. LA ROMANIZACION

El aislamiento mantiene a los pueblos en un conservadurismo que se alonga por los siglos y aun los milenios. La romanización pudo ser una vicisitud grave de influencias y transformaciones, pero entre nuestros astures fue escasa, debido con toda seguridad a ese aislamiento. Caro Baroja se refiere al "hermetismo" de aquellos pueblos del Norte de la Península cuando no "al oscuro predominio de lo indígena de tipo arcaico en relación con la influencia o dominación romana". Desconocemos —dice— "los rasgos precisos de la acción romana sobre cántabros y astures, a partir del momemo en que fueron derrotados por Augusto". Hubo intentos de modificar su base de vida, hubo influencias, sin duda. Recordemos lápidas indígenas, pero lingüísticamente latinizadas —ímbrices cerámicos, terras sigillatas— de algunos castros, probando influencias romanizantes. Pero —resume Caro Baroja— "es muy probable que en la época posterior a Augusto los intentos de reforma o romanización se dieran algo de lado".

Rostotzeff, en su Historia social y económica del Imperio Romano, considera, en general, muy bajo el nivel de romanización de los pueblos del Norte, "idea que hay que admitir —precisa Caro— en lo que se refiere, por lo menos, e los astures septentrionales y a casi todos los pueblos de la cordillera cantábrica hasta la depresión vasca, inclusive...". Las excepciones se localizan junto a los centros de explotación aurífera, en territorio montañoso de León, Asturias y Este de Galicia, donde la servidumbre laboral, masiva, de los indígenas, acusó mayor grado de culturización romana. También la influencia del Fundus romano debió ser mínima entre nuestros astures, ya que lo abrupto del terreno no parecía propiciar unidades importantes de explotación agrícola, a diferencia de lo que pudo ocurrir en las riberas abiertas o las tierras anchas de Castilla, Alava o Navarra.

En opinión de Torres, Pérez Pujol y otros autores, el Castro, en gran número, atraviesa le etapa visigótica, como atravesó la romana, y llega a los inicios de la invasión musulmana, Idacio se refiere al sometimiento de loa pueblos indígenas a los invasores suevos y vándalos, que hubieron de refugiarse en civitates et castella, correspondiendo el término ciudad a los "centros tribales" o comerciales, los forum, y los castella a los castros, numerosísimos, como se sabe, en nuestras montañas.

VI. LA CASA ASTUR DEL OCCIDENTE LEONES

Queremos comenzar catas referencias relativas a la habitación unir con una esclarecedora ilustración de a José M." Luengo, en su estudio Esquema de la arquitectura. civil en El Bierzo. Habla de las "pallazas" que nacieron —dice— de la evolución de las primitivas cabañas del periodo neolítico con planta circular y paredes y techumbres de ramaje y barro, cuyos elementos pervivieron durante te Edad del Bronce, llegando a entroncar en la cultura céltica del Noroeste hispánico en el pleno desarrollo de la Edad de Hierro Hallstática, que originó la cultura castreña. En ella, las casas circulares, techadas con cuelmos, son el elemento fundamental de la construcción autóctona. Hubo influencias de otras arquitecturas, "procesos evolutivos" de formas intermedias entre la concepción circular y le rectangular, pero "no por esto —sigue diciendo Luengo— se acabó totalmente con la arcaica tipología...". Convivieron formas ambivalentes y así ocurría cuando Roma invadió nuestras regiones norteñas y obliga a sus gentes a abandonar sus 'poblados de altura’, pero llevando consigo ‘sus viejos procedimientos constructivos’, surgiendo los nuevos habitáculos, no romanizados sino conservando sus peculiares formas durante toda la Edad Media, cuyo carácter ha permanecido indeleble en la mayoría de los pueblos actuales que se extienden por la parte Norte del Bierzo: La Somoza, la Fornela, los Ancares, y otros muchos ubicados en los valles altos del Sil, manteniendo aún la arcaizante arquitectura de las 'pallazas', y difiérase de ellos que son antiguos castros que viven milagrosamente a través de los siglos...". Hasta aquí la palabra autorizada del Sr. Luengo, que también estudia de modo más directo el tema en su otro trabajo La arquitectura popular en los Ancares Leoneses.

Partimos, pues, de la arquitectura de planta circular, que domina en las comarcas citadas, penetra vigorosamente en Laciana y Babia Alta y parte de la Omaña, y su influencia se extiende asimismo por le Maragateria. Más al Noreste se inicia ya —castros de Villaceid, de Ordás— la influencia da rectangular, es decir, allí donde el dominio netamente astur se debilita y aparece el influjo de los clanes cántabros.
La línea evolutiva en los pueblos actuales, que pudiéramos intuir como de ascendencia estar —los señalados por Luengo y los añadidos por nosotros— presenta fases notables. Desde el ejemplo más curioso de la "casa típica", lacianiega o babiana, hasta las de una mayor apertura geométrica, pero conservando siempre le tradición y el arraigo de las curvaturas, que se resuelven, ya en la forma semicónica de las techumbres, siempre de teito o cuelmo, ya en alguno de los hastiales o paredes maestras, que a veces no empalman en ángulo pacto, sino en curva más o menos abierta y definida, haciendo como leves chaflanes. Ejemplos de estas características abundan bastante hoy día no lejos de las "pallazas" propiamente dichas, de pura planta circular, como algunas casas de Aira da Pedra o Campo del Agua, en la cuenca alta del Burbia, sin olvidar las "pallazas" del Cebrero o del inicio de la vertiente asturiana de Leitariegos —Brañas de Arriba—; ya en algunas casas —como chozos enormes— de Somiedo y Torrebarrio, ya en edificios más funcionales pero antañones de Orallo y otros pueblos de Laciana y Babia, en las Somozas maragatas, etc., etc.

Uría y Rin, en su estudio Excavaciones en el Castellón de Coaña, dice que "el tipo de viviendas circulares y de tendencia más o menos ovalada que encontramos en los castros prehistóricos sobrevivió hasta nuestros días en muchos lugares arcaizantes de montaña del N.O. de la Península, llegando su área hasta la cuenca alta del Sil". Asegura que al Oriente de este río "y en la parte de Babia, por lo menos hoy —1942— no son visibles sus vestigios...". Lamentamos discrepar. Aparte el "evidente vestigio" en la "casa típica" de Laciana y Babia Alta, podemos citar las construcciones circulares o las de tendencia ovalada, sobre todo en la techumbre, aún existentes, del Picu de la villa de Torrebarrio, en Babia de Abajo, que todavía fotografió Guzmán Álvarez para su tesis El Habla de Babia y Laciana, editada en 1949, construcciones que con gran detalle y gracia describe en pachuezu.

Humildes moradas, pero superando ya aquel estadio aún primitivo que Eugenio Salazar, en el siglo XVI, describía en relación con las casas de Tormaleo, del Concejo asturiano de Ibias, estadio que por aquel entonces debió ser bastante común en muchas construcciones primitivas subsistentes. Dice Salazar: "Las casas son redondas. Dos puertas tiene cada una, una al Oriente y otra al Occidente. En las dichas casas no hay sala ni cuadra ni retrete, toda la casa es un solo aposento redondo como ojo de compromiso; y en él están los hombres, los puercos y les bueyes, todos proindíviso(„,) El hogar está en medio de esta apacible morada(...) Las dichas casas circulares son cubiertas de unos cimborrios de paja, y están rodeados desde el extremo hasta el coronamiento de unos rollos de bimbres(...) Todas las casas son insulanos, ninguna pega con la otra...". (Vid, Epistolario español. Cartas de Eugenio Salazar. Bibl. de Autores Españoles de Rivadeneira, T. LXII, págs. 303-304, cit. por Unía, en ibid).

Vamos a terminar con unas referencias a la "casa típica" de Babia Alta y Laciana, que gráficamente incorporó a sus estudios de geografía leonesa D. Miguel Medina Bravo, que Caro Baroja califica como "tipo de habitación curiosísimo", que cuenta con una maqueta en el Museo Pirenaico de Pau, en Francia, y nosotros reprodujimos en nuestro libro sobre el antiguo Concejo de Laciana. Casa que conocimos, en su completa estructura, en Sosas de Laciana y en secciones muy expresivas aún de casas en Huergas de Babia y otros pueblos de Babia Alta y Laciana, y que, sin tener nada sustancial que rectificar, describimos en su día como sigue:

Ofrece su fábrica y disposición la forma de un semicírculo y consta de las siguientes dependencias: al fondo la habitación familiar, siendo la pieza más espaciosa y cuidada la cocina, con su llar de piedra y su amplia chimenea o campana de humo, la típica "piérgola" y los clásicos "morillos" y "pregancias". En el portal de entrada, a un lado, solía emplazarse la "ochera" —ollera—para enfriamiento y natación de la leche. En una de las alas del semicirculo obraban los establos para el ganado vacuno, con sus correspondientes pajares de heno seco, y en la otra los del ganado menor, cabras y "ogüechas" —ovejas— con la tenada para la leña. Generalmente, a una de las partes laterales del fondo, sobresaliendo el cuerpo por la parte posterior del edificio general, se emplazaba el horno familiar, que se alimentaba y utilizaba desde dentro. En el centro del patio, enchabanado o enlosado, se levantaba el hórreo, de modalidades propias que lo diferenciaban del gallego o asturiano. Bajo el hórreo se encerraba la carreta, estrecha, larga y baja, de factura céltica y ejes rechinantes fijos a las ruedas ciegas con las que giraban, y se colgaban aperos y herramientas. El cuerpo alto y cerrado del hórreo constituía el granero y la despensa y se levantaba sobre cuatro columnas rudas, prismáticas, de piedra, entre anchos base y cimacio de losa gruesa y toscamente redondeada. La cubierta de estas edificaciones, casa y hórreo, era de paja y se llamaba el "teito".
Esta casa típica tenía todas sus entradas y luces por el patio central, y si para el exterior se abría algún hueco, era de dimensiones insignificantes, livianos y disimulados agujeros o mirillas para la labor de escucha o vigilancia que alimañas u hombres desalmados pudieran exigir del montañés. Esta especial disposición arquitectural respondía perfectamente al medio geográfico y al buen sentido de administración de sus moradores. En ella se observa la preocupación esencial de concentración, el casi fanático arraigo familiar, la razón de defensa, y constituye el ejemplo más vivo e intimo de la proyección natural del hombre sobre sus cosas. Todo un exponente, acaso el más expresivo y elocuente, de la ascendencia remota, patriarcal, gentilicia, de nuestros montañeses lacianiegos y babianos.

VII LA FABLA. EL PACHUEZU

El mapa dialectal leonés se va cubriendo, rescatado para la ciencia filológica con trabajos admirables como los que se inician por Concha Casado en su magnifica tesis doctoral El habla de la Cabrera Alta, de 1948, y siguen con El habla de Babia y Laciana, de Guzmán Álvarez, El habla y la cultura popular de Oseja de Sajambre y Los Argüellos: léxico rural y toponimia, de Ángel Raimundo Fernández, y los trabajos y vocabularios anteriores del P, César Morán (Vocabulario del Concejo de la Lomba en las montañas de León), de Verardo García Rey (Vocabulario del Bierzo), de C. A. Bardón ... Vamos a referirnos ahora brevemente al habla de Babia y Laciana, que nos dejan residuos evidentes en los reductos aldeanos de estas dos importantes comarcas leonesas.

Sobre ella existe un tratado completo. Tenía que escribirlo y lo hizo, con método y rigor exquisitos, un babiano de muy honda raíz: Guzmán Álvarez. Veamos algo de lo que sobre esta obra dice el Prof. Manuel de Rabanal, titular de la Cátedra de Griego de la Universidad compostelana, que algún día, cuando hacía versos y haces de estilos, gustó en llamarse "Manocho", porque no olvidaba tampoco una raíz suya, muy babiana: "El dialecto leonés, occidental, no ha sido, ni mucho menos, desafortunado...". Pero "no podía en modo alguno darse por acabado el conocimiento que de tal sector dialectal se poseía sin emprender esta cata del habla babiano-lacianiega, de la que sólo los rasgos más salientes y algunos no muy rigurosamente percibidos, habían tenido acceso a obras generales sobre el dialecto leonés o a los tratados de Gramática Histórica Española (...) La innegable laguna acaba de ser llenada por la concienzuda tesis doctoral de Guzmán Álvarez...". Se afirma por Rabanal la "técnica depurada —del trabajo— con todo el entusiasmo y toda la competencia que le daban —al autor— el saberse descubridor de unos valores inéditos propios de su rincón nativo, y científicamente dotado para enriquecer la Filología española con el tesoro léxico y fonético que el mismo investigador aprendiera en su niñez de labios de su propia madre...".

Emocionante referencia a una fuente bibliográfica que no se escribe ni documenta, que solamente cabe en los labios de una madre, donde el dialecto matriarcal de los siglos palpita y fluye como el susurro de una fuente de purísimas aguas. Singular privilegio el de nuestro investigador que en ninguna alta escuela pudo conocer mejor la materia prima y real de su ilusionado estudio. Y es que, además, puedo yo aseguraros que el pachuezu babiano-lacianiego no se habla bien porque se hable el bable o se hable el galaico; ni tampoco por haber vivido en Babia o Laciana muchos años y haber gustado de oir a los nativos más ancianos. Para hablar este "habla" y a veces para entenderla, hay que haber nacido en estas montañas, ser hijo de padres babianos o lacianiegos y nieto de abuelos de las mismas puras estirpes, y no haberse desarraigado mucho.

Ambas comarcas, dice Guzmán Álvarez, hablan el mismo dialecto, dentro del leonés occidental: "Babia y Laciana constituyen una unidad dialectal sin matices distintos en sus variadas fenómenos". Las únicas diferencias se refieren al vocabulario: Laciana conserva mejor. Términos comno xiarochu (prenda de vestir en el momento del ordeño) o tanguñeira (fardel o cesto en que se pone la sal que se da al ganado), etc., son exclusivos de la comarca lacianiega,,, "Esa unidad tiene un pequeño y único fallo: Torrestio, en Babia de Abajo, que por mirar muy cerca a Asturias es un pueblo de rasgos asturizantes...".

En pachuezu puro, en cuanto hoy es posible reconstruirlo, Guzmán describe cada uno de los pueblos de Babia, y prueba de esta forma una expresiva capacidad de ilación en literarios textos. Rabanal, tomando la descripción de Quintanilla, no duda en afirmar que fragmentos como el que transcribe "nos hacen entrever bien a las claras lo que hubiera sido una literatura babiana, si la lengua popular, exclusivamente hablada, hubiera ascendido alguna vea al estadio literario o escrito...".

¡Ay, si yo pudiera pronunciar bien esto que Guzmán dice de Quintanilla, y que yo, aun diciéndolo mal, no resisto la tentación de decirlo!: ..el caminu viechu ande cantan los sapus campaneirus nas nueites del branu cuando la luna chuz y a onde los cocus de chuz achuman pur entre las piedras de las viechas paréis...

Perplejos, nos preguntamos: ¿De dónde viene todo este sabor, toda esta rata, todo este tesoro? Desde qué lejanos corazones de cultura y vida mana esta sangre? ¿No estaremos más allá de los castellanos del Medievo, los visigodos o los romanos? ¿Ya con la palabra, tantas veces concreta, privativa, autóctona; ya, tantas otras, si con la raíz lingüística conocida, también con la virtud ancestral que a la palabra conforma y le da su especial morfología, la enlaza en giro singular, o en el modo fonético peculiar de pronunciarla...?

Reaparece siempre: León en la aldea, León en la comarca, León en el agua y León en la fabla... León, en fin, en la cultura y la vida, con recia y propia personalidad.