Cien años de pervivencias, perdidas y olvidos
En el contexto general de la provincia, heterogénea donde las haya, han existido, según las zonas, circunstancias socioeconómicas diferentes que han dado lugar a formas de organización sociales y culturales cuyos matices son la razón de su diversidad. Buena parte de la sociedad rural leonesa resultaba ser propietaria de un espacio minifundista que, a nuestro juicio, marcaba carácter tanto por el hecho de la propiedad como por la pequeñez de las tierras. En un caso, afectaba a la forma de ser del leonés -siempre dueño y rey de sí mismo- y al modelado de un carácter peculiar en el que la autosuficiencia y el orgullo eran, y casi siguen siéndolo, emblemas de personas y apellidos. En el segundo caso, la excesiva parcelación del territorio no ayudaba a la aplicación de sistemas de cultivo que mejorasen la producción y, consecuentemente, a tener excedentes vendibles, como tampoco a salir del régimen autárquico y de autoabastecimiento en el que se vivía. Una situación que también era producto de carencias tecnológicas, de la ausencia de una racional ordenación del territorio, de falta de producción y de un sistema hereditario de igualdad distributiva en el que no hubo el derecho de primogenitura tradicional de otras zonas de España.
En aquel entonces, el panorama social no era uniforme. Las comarcas favorecidas por las explotaciones mineras asistían a un paulatino cambio que mitigó aquellas emigraciones del siglo XIX hacia las "Américas", y favoreció una mejora de los efectivos humanos, Las condiciones de vida comenzaban de alguna manera a cambiar, a la vez que el germen de la conciencia proletaria anidaba en la mentalidad del pueblo trabajador, más en la ciudad y en los núcleos mineros -que derivaban o compartían su habitual actividad agrícola y ganadera con la minería-, y menos entre los campesinos que, como pequeños propietarios, tal sentimiento creaba una dualidad conflictiva o cierta indiferencia por no sentirse afectados. La tierra era, como hasta entonces lo había sido, una expresión de riqueza y estatus, que creaba fuertes vínculos familiares, sociales y de procedencia. Así, las zonas ribereñas, mesetarias de Tierra de Campos y del páramo, presentaban unas condiciones diferentes a las de montaña, en función de un medio que determinaba los recursos, la economía y la forma de vida. Una vida que, haciendo nuestras las palabras de Azorín, "no [era] más que la representación que [se tenía] de ella" (Los pueblos, 1905).
Las secuelas se prolongaron casi hasta 1950, aunque atajadas por un débil crecimiento a lo largo de los veinte primeros años del siglo, para luego comenzar un aumento poblacional mucho más perceptible, que duró hasta los años 60. Esta nueva coyuntura, acompañada por el desarrollo generalizado de la nación, fue la causa de éxodos de gentes del espacio rural a la ciudad, creando un despoblamiento irreversible en muchas áreas de la provincia. Tal circunstancia hará mella en la vida de los pueblos.
El llamado "atraso español" instalado durante casi toda la primera mitad del siglo, llegaba a unos niveles en los que la renovación y búsqueda de nuevos horizontes era una salida irrenunciable. La cultura tradicional estaba, entonces, en un proceso de cambio que dividió el siglo en dos épocas que coinciden con su medianía cronológica: una, la "España étnica"; la otra, la "España de la mecanización". La primera representa el español que, según Flores Arroyuelo, consideraba el trabajo un "mal impuesto" y, en consecuencia, optaba por "limitar sus necesidades" antes que "aumentar la producción".
En esos años, las diversas "Españas" definidas por Marañón -la España hidalga, la España negra, la España del sol y la España de la pandereta-, salpicaban también a la sociedad rural leonesa. Para ser más justos y ajenos a sentidos peyorativos, habría que añadir la España simpática, que descubre Amando de Miguel en Los españoles. Sociología de la vida cotidiana (Madrid, 1995), existente en medio del fatalismo en el que se regodeaba la autocomplacencia hispana. Un lastre secular que hizo que la sobriedad y la adustez se enseñoreasen en el carácter campesino. Rasgos que se vivieron en esta tierra, donde las mismas diferencias comarcales que siempre han tenido la montaña o la ribera, el páramo o el soto-monte, fueron causa para sobrellevar una vida más o menos lúdica y hedonista o más o menos contenida y previsora, aunque también ramplona y tacaña, haciendo honor a esa frase acuñada por Julián Marías en Meditaciones sobre la sociedad española (Madrid, 1966), que dice: "el español, a lo largo de los siglos, [ha tenido] una quejumbre permanente y generalizadora".
La tierra, como hemos dicho, seguía determinando la estructura material y organizativa de la sociedad de la época. Rara su cultivo era habitual hasta bien avanzado el siglo, que las familias contasen con un buen número de hijos bajo la autoridad paterna, aunque la presencia de un matriarcado sui generis, sostenía la cohesión del entramado familiar. Si, sobre la mujer recaía la organización doméstica, atención de los vástagos y cuidado de los animales menores de la casa, al hombre correspondía las compra-ventas agrícolas y ganaderas y el mantenimiento de la hacienda, trabajo al que, en épocas de cosecha y de siembra, siempre se sumaba el de la mujer y el de los hijos. Era mano de obra necesaria para una agricultura que comenzaba a crecer a principios de siglo. Tan necesaria, como que en tos años 40 todavía no había tractores en la provincia. La ayuda de todos los miembros era imprescindible, incluso de los más pequeños que, a partir de marzo, abril o mayo, dejaban la escuela para acudir al cuidado de los ganados particulares o de las veceras, según el número y clase de reses que había en cada casa. Era una forma de colaboración y de aprendizaje del menor para lo que habría de ser su vida, es decir, el campo o la toma de hábitos. Una decisión esta última, fruto del sin remedio o de la acción catequista de las Santas Misiones que siempre captaban algún futuro acólito. Un orgullo para la familia puesto que se libraban de una boca y a la vez la propuesta se interpretaba como una elección a causa de la despejada aptitud intelectual del rapaz. Otra cosa era la actitud, frustrada muchas veces. Pero cuando se hacía realidad, la complacencia y la prez eran supinas hasta para el pueblo entero, de modo que fue habitual que el misacanta- no dijese su primera misa en la localidad de nacencia. En su honor, los compañeros de juventud podían llegar a plantar un mayo y a llevarle en hombros, una vez convertido en sacerdote, desde la iglesia hasta la casa de sus padres, cuya puerta y balcón tenían adornados con ramos, y desde donde era obligado que dirigiese una perorata y repartiera pastas y vino.
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