El Reino Olvidado

Este diario es la crónica de un país olvidado, el seguimiento de su huella histórica, cultural y artística en España y en Europa.

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ex gente susarrorum

sábado, febrero 25, 2006

Niños, rapaces, mozos y vecinos

Sobre el mundo infantil conviene recordar aquellos artículos de Luis Bello publicados en el periódico madrileño El Sol, bajo el título Visita a las escuelas, a proposito de las que realizara por la península, sin obviar esta provincia, en la que estuvo en 1925. Lo que describió sobre León fue sorprendente, pues refiere que en aquella fecha contaba con 1.439 escuelas y era, a pesar de las obligaciones infantiles, la primera en asistencia escolar. Esto venía a indicar un nivel que afectaba no sólo al aprendizaje de los niños, sino a la instrucción pública que tuvo en la celebración del Día del Árbol desde 1904, uno de los aspeaos más emblemáticos de aquella pedagogía a la que contribuyeron enseñantes formadas en la Institución Libre de Enseñanza, luego truncada por la Guerra Civil del 36 y la posterior acción del magisterio, acartonada y mediatizada por el régimen de la dictadura franquista.
Hasta la regulación del profesorado, los maestros acudían a los pueblos y ferias para ser contratados para la temporada que discurría desde otoño hasta el verano. Entre ellos estaban los catapotes, llamados así los que no tenían título, que circulaban a partir de octubre, para ofrecer el conocimiento de las primeras letras, probablemente entremezcladas con el habla cotidiana del leonés, en un duro y poco recompensado oficio, que les obligaba a llevar una vida al amparo de alguna familia que les acogía en su casa.
La otra vía de aprendizaje del menor era el saber que le transmitían los padres y los abuelos. La presencia de estos últimos fue más que respetada, de tal forma que siempre se les trató con la distancia que imponía su venerable presencia y con el acatamiento y obediencia consustancial al orden familiar. La figura de los abuelos, por tanto, era un símbolo que representaba el lazo paternofilial y la pertenencia a un tronco familiar, de manera que su sabiduría pasaba a hijos y nietos a través del hacer cotidiano, del trabajo, del ejemplo e, incluso, en el decir que se generaba en aquellas sabrosas reuniones de la antecena, llamadas calechos, o en las posteriores a ella, conocidas como filan-dones, durante las noches de invierno. En ellas, en torno al amor de la lumbre de una cocina elegida por turno, y bajo el palio de la débil luz de algún aguzo, candil o farol, se contaban noticias, se cantaba y bailaba, surgían amoríos y se transmitía toda la cultura oral del pueblo, siempre proclive a la perpetuidad del romance, a concitar el saber en refranes y proverbios, a desarrollar la imaginación con cuentos y leyendas, y a repetir los hechos de la historia del pueblo como una retahila de acontecimientos incuestionables.Hasta que el niño o la niña se hacían mozo o moza, el discurrir de su existencia se devanaba entre juegos (tarusa, chorromorro, piuca, gocha, gállaras, potro, cincón, tabas, etc.) y el aprendizaje de los códigos de la sociedad en la que vivía; entre el orden preestablecido y el despertar hacia un sentido práctico que era obligado para resistir en un entorno cuya naturaleza, casi humanizada, seguía siendo más fuerte que el hombre y su técnica. Así se fraguaba ese peculiar carácter despabilado del niño del medio rural, que contrastaba significativamente con el muchacho urbano, más mohíno en su capacidad resolutiva. Si éste tuvo la ciencia teórica, el otro poseía la maña, el saber práctico que enriquecía permanentemente por emulación e intercambio en el grupo del que formaba parte. Casi puede decirse, que los acontecimientos personales como la cuelga que se le hada por su cumpleaños, era una simple anécdota frente al resto de alegrías y festejos compartidos con el resto de los muchachos de su quinta. El aguinaldo, por ejemplo, que daba el señor cura a los niños el día de Año Nuevo o a los mozos el día de Reyes, se recibía conjuntamente y se departía aunque consistiese en un menguado puñado de nueces, avellanas, castañas o rosquillas de pan o baño, que en la zona de Valencia de Don Juan recibían el nombre de aleluyas, repartidas el Domingo de Resurrección.
El acontecer de la juventud era parejo. De niños pasaban a rapaces, de rapaces a mozos y de mozos a vecinos. Juntos crecían a través de esos dos primeros y divertidos estadios de su vida. Y como adolescentes que eran, trataban de imitar a sus inmediatos mayores, es decir, a los mozos, en cuyo colectivo ingresaban después de haber pagado el patén (patente), estipendio en viandas o vino, una vez cumplidos los 18 años. Era desde luego un acontecimiento personal puesto que implicaba mayoría de edad y la inclusión en el grupo de una mocedad que constituía otra célula dentro del conjunto social, con sus propios códigos, ocupaciones y juegos (aluches o baltos, tiro de barra, bolos, frontón, trinquete, chapas, etc.). Meterse mozo suponía el disfrute de unos derechos para participar tanto en aquellos actos que les eran propios como para asumir obligaciones y responsabilidades que incluían el pago de multas si cometían inconveniencias y desmadres de orden moral o cívico. Eran las reglas, era la mayoría de edad, era un nuevo estado de conciencia. Desde ese momento participaba en Pastoradas, Auto de Reyes, antroidos, torreznadas, huevadas, marzas, mayos, mayas, ramos, cortejos de mozas, rondas, rastros, cencerradas, carreras de rosca, robo de nateras, organización de las fiestas del pueblo, alzados de pendón y quintadas, que constituían su hacer más común en la tradición de nuestros pueblos. Un calendario de hechos que se realizaba bajo el gobierno de un mozo o moza alcalde, también llamados rey de mozos o reina de mozas, cuyo cargo adquirían por votación y que renovaban anualmente al comenzar el nuevo año o el día de Reyes.
Alcanzada la mayoría de edad, la incorporación de los miembros al conjunto social se producía a través de cuatro conductos: cuando se contraía matrimonio, adquiriendo derechos para construir una casa; cuando, siendo de fuera, pagaba el derecho de vecindad para afincarse en el lugar; y, cuando, siendo el hombre forastero, se casaba con una mujer del pueblo, después de haber retribuido a los solteros el llamado piso. Los dos primeros, consuetudinarios e inalienables, y el tercero, según costumbre aleatoria que derivaba en caso de incumplimiento, en mofas, escarnios o en cencerrada para los inobservantes. En cualquiera de las circunstancias, se adquiría el título de vecino.