La familia
Con el ordenamiento tradicional, usos y costumbres, la vida tenía un continuismo y una cohesión que partía de la necesidad y de los intereses comunes que afectaban a todo el grupo. Era la necesidad y el interés que exigía ayudarse entre los miembros de la familia, entre los grupos familiares y entre la vecindad del pueblo. De esta manera los vínculos fueron haciéndose tan fuertes como los lazos creados por estratégicas alianzas matrimoniales o por el cruce de miembros de distintas ramas de un mismo tronco -a falta de otras opciones-, que llegó a crear problemas de endogamia en zonas lejanas y cerradas de la provincia. Era la persistencia y la perpetuidad de un modelo de vida cuyos hábitos se convertían en costumbres según la variabilidad del acontecer.
La sociedad campesina se basaba en la familia nuclear como célula desarrollada y sostenida en una realidad colectiva. Una circunstancia que se puede parangonar con lo que Julián Marías dijo de aquella España cuya población mayoritaria seguía siendo auténtica hija de la tierra: "la gran riqueza de la vida española es el trato humano, la proximidad, la facilidad, prudencia e intensidad que tiene..." (Los españoles, 1962), que acaso cabe preguntarse si lo sigue siendo todavía.
Los entrelazos de conveniencia y la perpetuación de las estirpes se arreglaban con los matrimonios. Las bodas, que solían celebrarse después de recoger las cosechas, fueron un gran acontecimiento no sólo para la familia, sino también para el pueblo. Las costumbres se repetían fielmente ya desde el noviazgo. Ese cortejo previo implicaba la colocación del ramo, normalmente por Pascua, en la ventana de la pretendida. Cuando el emparejamiento estaba confirmado, el resto de la juventud solía echar un rastro de paja -hoy se hace con cal- que unía la puerta de cada uno de los novios, algo que variaba de fecha de unos pueblos a otros. Normalmente se hacía la noche en que se ponían de manifiesto las primeras proclamas o velaciones, es decir, el anuncio por parte del cura en la misa dominical, de que el muchacho y la muchacha habían salido novios. Tal información se repetía las dos semanas siguientes, para conocimiento de todos y prevención de alegaciones de último momento, que impidiesen el matrimonio.
El noviazgo prácticamente se sellaba con los tratos entre los consuegros, estableciéndose las donas que regalaba el novio y la dote de la novia. Era el momento de los regalos de pedida, que para la prometida podían ser desde un huso y una rueca tallada, hasta un anillo, unas arracadas, una collarada o un collar de corales. En La Bañeza, la madre de la futura desposada podía llegar a recibir un par de zapatos, según el poder económico del novio y su talante rumboso. Al contrayente se le daba alguna prenda -por ejemplo, un chaleco bordado- o, cuando más, un reloj de plata. Ese día se cenaba en casa de la novia, cena que solía preparar ésta, en un alarde de buen hacer ante el novio y sus futuros suegros. El convite volvía a repetirse una semana después, en casa de los padres del futuro contrayente.
La víspera de la boda, el novio y los mazos hacían la ronda en casa de la novia, donde unos eran invitados a pastas y vino, y el otro se quedaba a cenar una suculenta cena. A la mañana siguiente, ataviada la futura esposa con sus mejores galas, recibía la bendición del padre como despedida de la casa. Un momento de emociones que ha recogido el cancionero popular. En Maragatería, los versos dicen así: 'Arrodíllese la niña/ en ese patio barrido/ que te eche la bendición/ ese tu padre querido./ Arrodíllase la niña/ en esa alfombra florida/ que te eche la bendición/ esa tu madre querida./ Despídete niña hermosa/ de la casa de tus padres,/ que esta es la última vez/ que de ella soltera sales". Dicho y hecho, el feliz cortejo se dirigía hacia la iglesia con los padres, el novio, el padrino, la madrina y los invitados, durante cuyo trayecto recibían cantos de boda encomiables, entre los que no faltaba la chanza y la ironía. Prácticamente participaba todo el pueblo del acto y puede decirse que del convite, debido a la espesa trama de relaciones. Cuando no, siempre estuvo presente el detalle de repartir pastas con orujo o vino, entre la vecindad más cercana.
Una vez casados, en algunas localidades se les sacaba de la iglesia en hombros, llevándoles así o en un carro engalanado, hasta la casa de la novia. A la puerta de la morada familiar, toda ella enramada, recibía la novia con su madre, la enhorabuena e, incluso, ofendas y buenos deseos de fertilidad, a lo que se correspondía con pastas o con bollos.
La comida nupcial era servida por las amigas de la esposa, mientras que los amigos del novio pagaban la música y los voladores, es decir, los cohetes. Cuando había invitados ausentes, se entregaba a aquél que tuviese relación con ellos, los perdones, como gesto de disculpa y a la vez de participación en el acto que no pudo estar. A la tarde, y en la era, se corría entre los mozos, la rosca o el mazapán que había hecho la madrina para tal fin. A continuación se celebraba el baile.
Esa misma noche, cuando el matrimonio se había producido entre personas mayores, o bien uno de los contrayentes era viudo o tenía demasiada edad, los mozos no escatimaban esfuerzos a la hora de darles la cencerrada, alboroto delante de la casa donde la pareja pernoctaba la noche de bodas, realizado con cencerros y toda clase de artilugios que causasen estruendo e incomodidad.
Las bodas solían durar tres días, pues al siguiente del principal, que era la tornaboda o reboda, continuaba la jarana con una comida entre los amigos, que al final de la tarde cerraban con una chocolatada. El tercer día, el del rebodín, estaba más dedicado a la celebración íntima de ambas familias. Sin duda, este acontecimiento tenía sus variantes, como sucede con la boda maragata, pero la estructura y comportamientos venían a ser más o menos los mismos.
El evento era motivo de congratulación entre todos y razón para crear un sin fin de comentarios sobre el acontecer, deshilachados muchas veces en la fuente, en el caño o en los lavaderos del pueblo, lugar de referencia y de encuentro en la geografía del caserío, donde se establecían renovados nexos de convivencia y sociabilidad.
Por lo que se refiere a la mujer, su situación cambiaba rotundamente una vez casada, afectando a los comportamientos, a las responsabilidades, a la jerarquía dentro del esquema familiar y de los acontecimientos sociales e, incluso, a la indumentaria, con el cambio de color del pañuelo de la cabeza, que la distinguía en su nuevo estado civil.
No todos los recién casados gozaron de situación privilegiada para iniciar una vida en común independiente. Muchas veces se dio el llamado matrimonio de visita, es decir, el varón permanecía en la casa paterna, donde continuaba participando de la explotación de la labranza familiar, para retornar por la noche a casa de los padres de la esposa, donde ella le aguardaba.
La superación de tal circunstancia sólo era factible cuando recibían algún bien que permitiese cierta solvencia económica como para iniciar la construcción de su propia casa, en la que participaba el pueblo con el acarreo de materiales, según estipulaban las ordenanzas. Una vez levantada y hecha la cubierta, se ponía un ramo -años después, una bandera de España- y se convidaba a una merienda a los que habían prestado ayuda. No obstante, al menos en ia zona de Riaño, se realizaba al día siguiente de la boda, lo que se ha llamado constitución de dótales, es decir, la promesa por parte de los que asistieron a la boda, de dar a la pareja algún regalo útil -un animal, semillas para la sementera, aves, piezas textiles, etc.- que el padrino anotaba en la carta dota! que todos suscribían.
La sociedad campesina se basaba en la familia nuclear como célula desarrollada y sostenida en una realidad colectiva. Una circunstancia que se puede parangonar con lo que Julián Marías dijo de aquella España cuya población mayoritaria seguía siendo auténtica hija de la tierra: "la gran riqueza de la vida española es el trato humano, la proximidad, la facilidad, prudencia e intensidad que tiene..." (Los españoles, 1962), que acaso cabe preguntarse si lo sigue siendo todavía.
Los entrelazos de conveniencia y la perpetuación de las estirpes se arreglaban con los matrimonios. Las bodas, que solían celebrarse después de recoger las cosechas, fueron un gran acontecimiento no sólo para la familia, sino también para el pueblo. Las costumbres se repetían fielmente ya desde el noviazgo. Ese cortejo previo implicaba la colocación del ramo, normalmente por Pascua, en la ventana de la pretendida. Cuando el emparejamiento estaba confirmado, el resto de la juventud solía echar un rastro de paja -hoy se hace con cal- que unía la puerta de cada uno de los novios, algo que variaba de fecha de unos pueblos a otros. Normalmente se hacía la noche en que se ponían de manifiesto las primeras proclamas o velaciones, es decir, el anuncio por parte del cura en la misa dominical, de que el muchacho y la muchacha habían salido novios. Tal información se repetía las dos semanas siguientes, para conocimiento de todos y prevención de alegaciones de último momento, que impidiesen el matrimonio.
El noviazgo prácticamente se sellaba con los tratos entre los consuegros, estableciéndose las donas que regalaba el novio y la dote de la novia. Era el momento de los regalos de pedida, que para la prometida podían ser desde un huso y una rueca tallada, hasta un anillo, unas arracadas, una collarada o un collar de corales. En La Bañeza, la madre de la futura desposada podía llegar a recibir un par de zapatos, según el poder económico del novio y su talante rumboso. Al contrayente se le daba alguna prenda -por ejemplo, un chaleco bordado- o, cuando más, un reloj de plata. Ese día se cenaba en casa de la novia, cena que solía preparar ésta, en un alarde de buen hacer ante el novio y sus futuros suegros. El convite volvía a repetirse una semana después, en casa de los padres del futuro contrayente.
La víspera de la boda, el novio y los mazos hacían la ronda en casa de la novia, donde unos eran invitados a pastas y vino, y el otro se quedaba a cenar una suculenta cena. A la mañana siguiente, ataviada la futura esposa con sus mejores galas, recibía la bendición del padre como despedida de la casa. Un momento de emociones que ha recogido el cancionero popular. En Maragatería, los versos dicen así: 'Arrodíllese la niña/ en ese patio barrido/ que te eche la bendición/ ese tu padre querido./ Arrodíllase la niña/ en esa alfombra florida/ que te eche la bendición/ esa tu madre querida./ Despídete niña hermosa/ de la casa de tus padres,/ que esta es la última vez/ que de ella soltera sales". Dicho y hecho, el feliz cortejo se dirigía hacia la iglesia con los padres, el novio, el padrino, la madrina y los invitados, durante cuyo trayecto recibían cantos de boda encomiables, entre los que no faltaba la chanza y la ironía. Prácticamente participaba todo el pueblo del acto y puede decirse que del convite, debido a la espesa trama de relaciones. Cuando no, siempre estuvo presente el detalle de repartir pastas con orujo o vino, entre la vecindad más cercana.
Una vez casados, en algunas localidades se les sacaba de la iglesia en hombros, llevándoles así o en un carro engalanado, hasta la casa de la novia. A la puerta de la morada familiar, toda ella enramada, recibía la novia con su madre, la enhorabuena e, incluso, ofendas y buenos deseos de fertilidad, a lo que se correspondía con pastas o con bollos.
La comida nupcial era servida por las amigas de la esposa, mientras que los amigos del novio pagaban la música y los voladores, es decir, los cohetes. Cuando había invitados ausentes, se entregaba a aquél que tuviese relación con ellos, los perdones, como gesto de disculpa y a la vez de participación en el acto que no pudo estar. A la tarde, y en la era, se corría entre los mozos, la rosca o el mazapán que había hecho la madrina para tal fin. A continuación se celebraba el baile.
Esa misma noche, cuando el matrimonio se había producido entre personas mayores, o bien uno de los contrayentes era viudo o tenía demasiada edad, los mozos no escatimaban esfuerzos a la hora de darles la cencerrada, alboroto delante de la casa donde la pareja pernoctaba la noche de bodas, realizado con cencerros y toda clase de artilugios que causasen estruendo e incomodidad.
Las bodas solían durar tres días, pues al siguiente del principal, que era la tornaboda o reboda, continuaba la jarana con una comida entre los amigos, que al final de la tarde cerraban con una chocolatada. El tercer día, el del rebodín, estaba más dedicado a la celebración íntima de ambas familias. Sin duda, este acontecimiento tenía sus variantes, como sucede con la boda maragata, pero la estructura y comportamientos venían a ser más o menos los mismos.
El evento era motivo de congratulación entre todos y razón para crear un sin fin de comentarios sobre el acontecer, deshilachados muchas veces en la fuente, en el caño o en los lavaderos del pueblo, lugar de referencia y de encuentro en la geografía del caserío, donde se establecían renovados nexos de convivencia y sociabilidad.
Por lo que se refiere a la mujer, su situación cambiaba rotundamente una vez casada, afectando a los comportamientos, a las responsabilidades, a la jerarquía dentro del esquema familiar y de los acontecimientos sociales e, incluso, a la indumentaria, con el cambio de color del pañuelo de la cabeza, que la distinguía en su nuevo estado civil.
No todos los recién casados gozaron de situación privilegiada para iniciar una vida en común independiente. Muchas veces se dio el llamado matrimonio de visita, es decir, el varón permanecía en la casa paterna, donde continuaba participando de la explotación de la labranza familiar, para retornar por la noche a casa de los padres de la esposa, donde ella le aguardaba.
La superación de tal circunstancia sólo era factible cuando recibían algún bien que permitiese cierta solvencia económica como para iniciar la construcción de su propia casa, en la que participaba el pueblo con el acarreo de materiales, según estipulaban las ordenanzas. Una vez levantada y hecha la cubierta, se ponía un ramo -años después, una bandera de España- y se convidaba a una merienda a los que habían prestado ayuda. No obstante, al menos en ia zona de Riaño, se realizaba al día siguiente de la boda, lo que se ha llamado constitución de dótales, es decir, la promesa por parte de los que asistieron a la boda, de dar a la pareja algún regalo útil -un animal, semillas para la sementera, aves, piezas textiles, etc.- que el padrino anotaba en la carta dota! que todos suscribían.
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