El valle del silencio
Cuentos del reino secreto
JOSE MARÍA MERINO
—Acaso para ti, por tu origen, todo esto sea más familiar —dijo Lucius Pompeius—. Pero te confieso que yo he recorrido muchos caminos del mundo bárbaro y no he hallado un sitio donde los misterios acechen de tal modo.
Empezaba a amanecer sobre el paisaje plácido. Sólo los trinos de los pájaros servían de contraste al silencio que reposaba sobre todo como una bóveda suave y transparente. A los lados, las altas peñas se iban iluminando con el resplandor blanco amarillento del sol primero.
Ellos llevaban sus monturas al paso, mientras se adentraban en el valle. Las pisadas de los caballos retumbaban en las oquedades del monte.
—Sólo en algunos puntos del oriente se pueden encontrar lugares semejantes. Allá en ^s tierras hiperbóreas, donde habitan los frisios y los marcomanos, y en los campos decumates, también los paisajes tienen alma: pero se trata de un alma pasiva, cuya tristeza no tiene otra fuerza que la de reflejarse en el contemplador.
Lucius Pompeius alzó un brazo y lo hizo girar, abriendo mucho los dedos de la mano.
—Aquí, el alma del paisaje es activa, está como agitada, como pugnando por salir de sus cauces. Es una vibración. Parece el pulso de un dios.
Habían salido pronto del campamento, porque Lucius Pompeius quería visitar por última vez un lugar determinado del valle. La partida de la cohorte estaba anunciada para el alba del día siguiente.
—Por eso, como recuerdo de mi estancia y propiciando su protección, he consagrado un ara a Mandica.
Lucius Pompeius se alegraba de dejar atrás aquellos lugares malditos y esa obligación, que él consideraba impropia de un soldado, de vigilar el multitudinario y prolijo trajín de los esclavos. Estaba harto del polvo de las arrugias, del perenne barrizal, de contemplar aquel sudoroso ganado humano que cuidaba de las labores mineras con aparente docilidad, traicionada a menudo por miradas de reojo y un mascullar que proclamaba una actitud de insumisión y acecho.
Sin embargo, junto a su satisfacción por volver a una tarea más digna —la Legión se trasladaba a lugares lejanos, donde era necesaria para una acción armada— persistía el sabor agrio de una pena sin remedio. En aquellos parajes, Lucius Pompeius había perdido a Marcellus, su mejor amigo, y no precisamente en
un hecho bélico, que hubiera por lo menos emparejado su destino con su oficio.
El recuerdo de aquella ausencia era la causa principal de la excursión mañanera. Su compañero de camino era muy joven. Hijo de un médico de Lancia y de una indígena distinguida, se había incorporado recientemente a la Legión, en los inicios de su servicio militar. Tras la pérdida de Marcellus, Lucius Pompeius había encontrado en el muchacho el nuevo compañero inseparable. Lucius Pompeius, que era un gran solitario, necesitaba sin embargo un confidente, un escuchador resignado ante quien desarrollar sus largos monólogos interpolados de silencios y de pausas.
—Esa agitación interna, ese cimbrearse invisible, se manifiesta en este valle de un modo especial —continuó Lucius Pompeius.
—Es un valle sagrado —repuso su joven compañero—. Es un lugar para el retiro y la meditación. Lo ha sido siempre, desde el tiempo de los abuelos de los abuelos.
Un águila volaba por el centro mismo del cielo y los pájaros callaron unos instantes. El murmullo de un arroyo deslizándose por la ladera llenó de pronto todo el ámbito de sus oídos con el eco del fluir agudo y tintineante. Lucius Pompeius detuvo su caballo y su compañero le imitó.
—Escucha —dijo Lucius Pompeius.
Ambos guardaron silencio.
—¿No oyes palabras?
Al cabo de un breve tiempo, era posible imaginar que, en efecto, el sonido del arroyo estaba entreverado de un murmullo de voces.
—Marcellus creía que el agua dice palabras reales. En ellas, continuamente, la tierra manifiesta el relato del pasado y del futuro. El hebreo que le inició en esas creencias era, al parecer, capaz de comprender algunos sonidos.
—La gente de mi madre cree que en las fuentes habitan las janas —repuso el joven—. Tienen la voz suave, melodiosa como el gorjeo de los jilgueros. Visten de plata e hilan una larga madeja de oro.
Lucius Pompeius sonreía.
—También los míos creen algo parecido. Pero nunca había oído que la tierra pudiese hablar por medio de sus corrientes.
Siguieron avanzando, hasta que el eco del torrente se incorporó a la lejanía mansa de los demás sonidos. El disco rojo del sol asomó ante ellos como un enorme escudo.
—Salud —dijo Lucius Pompeius.
—Salud —repuso su compañero.
El hebreo vivía en la carnnaba de la sede de la Legión. Tenía fama de hechicero y adivinador. Marcellus le había tomado gran apego. Lucius Pompeius se puso a hablar, con los ojos perdidos en la lejanía y la voz monótona.
—Siempre fue devoto de lo inasible, de lo que nos rodea sin que lo veamos. No amaba la milicia, pero tampoco la carrera consular. Una curiosidad melancólica se fue apoderando de él. Yo le animaba a participar en los deleites de la vida pero, para él, cada vez iban significando menos y menos. Muchas veces decía que tenía el propósito de marchar lejos, sin explicar a dónde.
El hebreo era, al parecer, conocedor de doctrinas secretas. Un día, Marcellus mostró a su amigo un pergamino en que figuraban extraños garabatos. Según le había explicado el hechicero, aquellos signos indicaban el lugar donde su languidez y su angustia podrían al fin resolverse. Se trataba de varios pentáculos que enlazaban, en un tosco mapa, algunos lugares cercanos a los campamentos de la Legión. Las líneas formaban diversas estrellas de cinco puntas uniendo Astúrica, Interamnium Flavium, el monte Teleno, varios castros considerados de antiguo como lugares mágicos, excavaciones auríferas, fuentes de ríos, santuarios inmemoriales... Rodeado por los pentáculos quedaba un lugar que era, precisamente, aquel valle apartado y silencioso.
Marcellus asumió sin dudar los signos del pergamino como un mensaje que le estaba específicamente dedicado y decidió buscar en aquel valle el prometido desenlace a su desazón. Lucius Pompeius, que no consiguió hacerle desistir, acompañó a su amigo en la aventura.
Donde el valle empezaba a estrecharse, se mostraban en las alturas de las vertientes unas oquedades disformes, que simulaban bocas sucesivas. Aquellas cuevas tenían en la carta del mago sus propios signos. Ascendieron penosamente.
—Marcellus se dirigió a la última de las cuevas como si el lugar fuese para él perfectamente familiar —continuó Lucius Pompeius—. La cueva tenía un estrecho y corto pasillo, una garganta que desembocaba en una amplia estancia. A través de la roca, por una lejana rendija, fluía desde lo alto la luz de la mañana, envolviéndolo todo en una penumbra suave. La pared de la gruta no era vertical, sino que ofrecía un repecho, como un gran escalón, antes de unirse al suelo. En aquel repecho, la humedad había ayudado a formarse enormes masas de musgo.
En la gruta, el silencio era absoluto. Se podía pensar que el propio ámbito, el espacio tenebroso, estaba constituido de silencio. Marcellus se acercó a un punto de la gruta y se detuvo, con expresión absorta. En aquel lugar, la larga protuberancia de la pared de la cueva se interrumpía de pronto, por causa de una hendidura. Al cabo de unos instantes, Lucius Pompeius comprendió que aquella hendidura tenía una medida y una forma peculiar: semejaba el interior de un sarcófago como los que, según
sabía, se habían usado entre el pueblo púnico. Aquella similitud despertó su curiosidad, y observó más cuidadosamente la extraña hendidura. Aunque el contorno general recordaba un vacío a la medida y con las proporciones de un cuerpo humano, una sutil irregularidad le daba a la oquedad un aire de fenómeno natural, de cosa no trabajada por mano inteligente.
Al cabo de un largo rato, Marcellus, siempre estupefacto, se acercó decididamente al nicho, trepó por el breve repecho de piedra, se tumbó dentro, en decúbito supino, y cerró los ojos, como si quisiese dormir: al poco tiempo, pareció iniciar un profundo sueño. Lucius Pompeius quedó desconcertado por aquella acción extravagante. Esperó un rato y luego salió de la cueva sin saber qué decisión tomar.
Contemplaba el valle que, como si fuese otro cuerpo, éste gigantesco, reposando en su nicho cósmico, parecía agitarse en el leve aliento de algún hondo sueño.
—De pronto sentí una gran inquietud por Marcellus y resolví llevármelo de allí, pero mis intentos por despertarle fueron infructuosos. Sin duda vivía, pero su sueño tenía la apariencia de la muerte. Además me era imposible incluso sacarlo del nicho, como si su cuerpo se hubiese incrustado en la piedra de aquel alvéolo.
Cuando comenzaba a anochecer y Lucius Pompeius estaba a punto de regresar al campamento, en busca de ayuda, Marcellus salió de su sueño, se incorporó lentamente y, tras una pausa en la que era evidente su esfuerzo por regresar del profundo estupor, salió del agujero. Estaba muy pálido. Lucius Pompeius le tomó del brazo y él se dejaba llevar dócilmente, sin hablar.
Hasta unos días después, Marcellus no relató a su compañero aquella experiencia. Cuando lo hizo, manifestaba un asombro temeroso y perplejo.
—Sentí cómo me iba disolviendo en el sueño, pero el sueño no era la pérdida de la conciencia, sino la incorporación a una conciencia diferente. Primero comencé a perder los límites de mis sentidos. Las paredes de aquel hoyo, en lugar de encerrarme y rodearme, de separarme de la piedra, me unían más íntimamente a ella. Así, lentamente, mi tacto iba expandiéndose por entre la propia sustancia de la roca. Mi cuerpo se diluía en la tierra, se convertía en una parte de la tierra, del valle.
Marcellus enumeraba con minuciosidad todos los recuerdos de sus percepciones a lo largo de aquel sueño misterioso, de su fusión con aquel espacio: los balanceos que la brisa suave « causaba en cada una de las hojas de los castaños J y de los robles, en las ramas rígidas de las urces, en las hierbas y en las flores que crecían en los declives menos empinados, eran recordados por él como pequeñas vibraciones de partes de su propio cuerpo, que comprendía también cada una de las hojas y de las briznas, y que sentía como propias, sin posible error, todas aquellas palpitaciones, la tensión de la tierra en la que él mismo se hundía y clavaba, con las raíces de los árboles y de las plantas; el calor del sol que, al ir iluminando los peñascos y las laderas, calentaba su piel, donde los pájaros escarbaban buscando el alimento y que recorría el agua del arroyo, con un fluir de líquido vivo que, sin duda, también le pertenecía.
Aquellas sensaciones eran cada vez más poderosas y llegaron a un punto en que, de modo simultáneo a su embeleso, se alzó en él una sensación de vértigo, como si aquella nueva conciencia estuviese a punto de conseguir una dimensión tan dilatada, tan enorme, que se convirtiese en la propia conciencia de aquel cuerpo cada vez mayor y olvidase su pequeña identidad de carne y hueso. Era el vértigo ante un abismo infinito y desconocido en el que parecía a punto de sumergirse. Tuvo miedo entonces y despertó.
—Su melancolía se tino desde aquel día con la nostalgia del sueño que había tenido en la cueva. Buscaba la soledad y llegó a evitar mi compañía. Aquella palidez con que había despertado, cuando su misteriosa experiencia, se fue acentuando. Una vez, al volver de la guardia, me dijeron que Marcellus había desaparecido. Sin descansar, me dirigí al valle y ascendí hasta la gruta. Marcellus estaba tumbado en el nicho de roca, con aquel raro aspecto de permanecer entre el sueño y la muerte. Esperé mucho tiempo, pero no despertó. Decidí al fin respetar su aislamiento y me alejé, dejándole dormido.
Lucius Pompeius detuvo el caballo otra vez y miró fijamente a su compañero.
—Esperaba que retornase al campamento, por su propia voluntad. En aquella situación, sólo él mismo podía decidir. Pero el tiempo fue transcurriendo y no regresó nunca. Comprendí al fin que había decidido marchar lejos, como tantas veces había anunciado.
Reemprendieron la marcha. La vuelta de un recodo les sorprendió con el resplandor del sol en una cresta rocosa en que se abrían las entradas de varias grutas.
—Allí es —dijo Lucius Pompeius.
Un urogallo saltó entre el matorral y se alejó de ellos con vuelo rasante y grandes aletazos. A lo lejos, las siluetas de las montañas recortaban el horizonte con una gran limpidez.
Penetraron en la gruta. La luz cenital le daba aspecto de lugar sagrado. Lucius Pompeius observó a su alrededor el suelo, las paredes húmedas, el musgo que cubría las rocas.
—No está —murmuró—. El nicho. Ha desaparecido.
Ya no existía la oquedad donde al parecer había reposado el cuerpo de Marcellus. Lucius Pompeius salió al exterior y el joven le seguía sin decir nada. El sol encendía ya una mañana esplendorosa, en la que se juntaban el aroma seco del monte y los frescos efluvios de la vaguada. De pronto, Lucius Pompeius pareció comprender. Su rostro se demudó y volvió apresuradamente al interior. Se encaminó a una de las protuberancias rocosas y comenzó a palparla.
—Manes sagrados —exclamaba.
En uno de los extremos de la roca, el musgo se hacía especialmente fino y tupido. Lucius Pompeius lo manoseaba con una mezcla de precipitación y de cuidado, hasta que lanzó un grito: bajo el musgo húmedo, que separaban sus dedos, apareció un párpado y se abrió luego un ojo que mostraba el pasmo de un ensimismamiento absoluto. Lucius Pompeius soltó el párpado, que se cerró de nuevo, y apartó los dedos del musgo, que cubrió otra vez del todo el rostro adivinado.El cuerpo de Marcellus se había incorporado a la sustancia misma del valle. Lucius Pompeius y su joven compañero salieron de la ' cueva. Unas lágrimas se escurrían por las mejillas resecas del veterano.
Empezaba a amanecer sobre el paisaje plácido. Sólo los trinos de los pájaros servían de contraste al silencio que reposaba sobre todo como una bóveda suave y transparente. A los lados, las altas peñas se iban iluminando con el resplandor blanco amarillento del sol primero.
Ellos llevaban sus monturas al paso, mientras se adentraban en el valle. Las pisadas de los caballos retumbaban en las oquedades del monte.
—Sólo en algunos puntos del oriente se pueden encontrar lugares semejantes. Allá en ^s tierras hiperbóreas, donde habitan los frisios y los marcomanos, y en los campos decumates, también los paisajes tienen alma: pero se trata de un alma pasiva, cuya tristeza no tiene otra fuerza que la de reflejarse en el contemplador.
Lucius Pompeius alzó un brazo y lo hizo girar, abriendo mucho los dedos de la mano.
—Aquí, el alma del paisaje es activa, está como agitada, como pugnando por salir de sus cauces. Es una vibración. Parece el pulso de un dios.
Habían salido pronto del campamento, porque Lucius Pompeius quería visitar por última vez un lugar determinado del valle. La partida de la cohorte estaba anunciada para el alba del día siguiente.
—Por eso, como recuerdo de mi estancia y propiciando su protección, he consagrado un ara a Mandica.
Lucius Pompeius se alegraba de dejar atrás aquellos lugares malditos y esa obligación, que él consideraba impropia de un soldado, de vigilar el multitudinario y prolijo trajín de los esclavos. Estaba harto del polvo de las arrugias, del perenne barrizal, de contemplar aquel sudoroso ganado humano que cuidaba de las labores mineras con aparente docilidad, traicionada a menudo por miradas de reojo y un mascullar que proclamaba una actitud de insumisión y acecho.
Sin embargo, junto a su satisfacción por volver a una tarea más digna —la Legión se trasladaba a lugares lejanos, donde era necesaria para una acción armada— persistía el sabor agrio de una pena sin remedio. En aquellos parajes, Lucius Pompeius había perdido a Marcellus, su mejor amigo, y no precisamente en
un hecho bélico, que hubiera por lo menos emparejado su destino con su oficio.
El recuerdo de aquella ausencia era la causa principal de la excursión mañanera. Su compañero de camino era muy joven. Hijo de un médico de Lancia y de una indígena distinguida, se había incorporado recientemente a la Legión, en los inicios de su servicio militar. Tras la pérdida de Marcellus, Lucius Pompeius había encontrado en el muchacho el nuevo compañero inseparable. Lucius Pompeius, que era un gran solitario, necesitaba sin embargo un confidente, un escuchador resignado ante quien desarrollar sus largos monólogos interpolados de silencios y de pausas.
—Esa agitación interna, ese cimbrearse invisible, se manifiesta en este valle de un modo especial —continuó Lucius Pompeius.
—Es un valle sagrado —repuso su joven compañero—. Es un lugar para el retiro y la meditación. Lo ha sido siempre, desde el tiempo de los abuelos de los abuelos.
Un águila volaba por el centro mismo del cielo y los pájaros callaron unos instantes. El murmullo de un arroyo deslizándose por la ladera llenó de pronto todo el ámbito de sus oídos con el eco del fluir agudo y tintineante. Lucius Pompeius detuvo su caballo y su compañero le imitó.
—Escucha —dijo Lucius Pompeius.
Ambos guardaron silencio.
—¿No oyes palabras?
Al cabo de un breve tiempo, era posible imaginar que, en efecto, el sonido del arroyo estaba entreverado de un murmullo de voces.
—Marcellus creía que el agua dice palabras reales. En ellas, continuamente, la tierra manifiesta el relato del pasado y del futuro. El hebreo que le inició en esas creencias era, al parecer, capaz de comprender algunos sonidos.
—La gente de mi madre cree que en las fuentes habitan las janas —repuso el joven—. Tienen la voz suave, melodiosa como el gorjeo de los jilgueros. Visten de plata e hilan una larga madeja de oro.
Lucius Pompeius sonreía.
—También los míos creen algo parecido. Pero nunca había oído que la tierra pudiese hablar por medio de sus corrientes.
Siguieron avanzando, hasta que el eco del torrente se incorporó a la lejanía mansa de los demás sonidos. El disco rojo del sol asomó ante ellos como un enorme escudo.
—Salud —dijo Lucius Pompeius.
—Salud —repuso su compañero.
El hebreo vivía en la carnnaba de la sede de la Legión. Tenía fama de hechicero y adivinador. Marcellus le había tomado gran apego. Lucius Pompeius se puso a hablar, con los ojos perdidos en la lejanía y la voz monótona.
—Siempre fue devoto de lo inasible, de lo que nos rodea sin que lo veamos. No amaba la milicia, pero tampoco la carrera consular. Una curiosidad melancólica se fue apoderando de él. Yo le animaba a participar en los deleites de la vida pero, para él, cada vez iban significando menos y menos. Muchas veces decía que tenía el propósito de marchar lejos, sin explicar a dónde.
El hebreo era, al parecer, conocedor de doctrinas secretas. Un día, Marcellus mostró a su amigo un pergamino en que figuraban extraños garabatos. Según le había explicado el hechicero, aquellos signos indicaban el lugar donde su languidez y su angustia podrían al fin resolverse. Se trataba de varios pentáculos que enlazaban, en un tosco mapa, algunos lugares cercanos a los campamentos de la Legión. Las líneas formaban diversas estrellas de cinco puntas uniendo Astúrica, Interamnium Flavium, el monte Teleno, varios castros considerados de antiguo como lugares mágicos, excavaciones auríferas, fuentes de ríos, santuarios inmemoriales... Rodeado por los pentáculos quedaba un lugar que era, precisamente, aquel valle apartado y silencioso.
Marcellus asumió sin dudar los signos del pergamino como un mensaje que le estaba específicamente dedicado y decidió buscar en aquel valle el prometido desenlace a su desazón. Lucius Pompeius, que no consiguió hacerle desistir, acompañó a su amigo en la aventura.
Donde el valle empezaba a estrecharse, se mostraban en las alturas de las vertientes unas oquedades disformes, que simulaban bocas sucesivas. Aquellas cuevas tenían en la carta del mago sus propios signos. Ascendieron penosamente.
—Marcellus se dirigió a la última de las cuevas como si el lugar fuese para él perfectamente familiar —continuó Lucius Pompeius—. La cueva tenía un estrecho y corto pasillo, una garganta que desembocaba en una amplia estancia. A través de la roca, por una lejana rendija, fluía desde lo alto la luz de la mañana, envolviéndolo todo en una penumbra suave. La pared de la gruta no era vertical, sino que ofrecía un repecho, como un gran escalón, antes de unirse al suelo. En aquel repecho, la humedad había ayudado a formarse enormes masas de musgo.
En la gruta, el silencio era absoluto. Se podía pensar que el propio ámbito, el espacio tenebroso, estaba constituido de silencio. Marcellus se acercó a un punto de la gruta y se detuvo, con expresión absorta. En aquel lugar, la larga protuberancia de la pared de la cueva se interrumpía de pronto, por causa de una hendidura. Al cabo de unos instantes, Lucius Pompeius comprendió que aquella hendidura tenía una medida y una forma peculiar: semejaba el interior de un sarcófago como los que, según
sabía, se habían usado entre el pueblo púnico. Aquella similitud despertó su curiosidad, y observó más cuidadosamente la extraña hendidura. Aunque el contorno general recordaba un vacío a la medida y con las proporciones de un cuerpo humano, una sutil irregularidad le daba a la oquedad un aire de fenómeno natural, de cosa no trabajada por mano inteligente.
Al cabo de un largo rato, Marcellus, siempre estupefacto, se acercó decididamente al nicho, trepó por el breve repecho de piedra, se tumbó dentro, en decúbito supino, y cerró los ojos, como si quisiese dormir: al poco tiempo, pareció iniciar un profundo sueño. Lucius Pompeius quedó desconcertado por aquella acción extravagante. Esperó un rato y luego salió de la cueva sin saber qué decisión tomar.
Contemplaba el valle que, como si fuese otro cuerpo, éste gigantesco, reposando en su nicho cósmico, parecía agitarse en el leve aliento de algún hondo sueño.
—De pronto sentí una gran inquietud por Marcellus y resolví llevármelo de allí, pero mis intentos por despertarle fueron infructuosos. Sin duda vivía, pero su sueño tenía la apariencia de la muerte. Además me era imposible incluso sacarlo del nicho, como si su cuerpo se hubiese incrustado en la piedra de aquel alvéolo.
Cuando comenzaba a anochecer y Lucius Pompeius estaba a punto de regresar al campamento, en busca de ayuda, Marcellus salió de su sueño, se incorporó lentamente y, tras una pausa en la que era evidente su esfuerzo por regresar del profundo estupor, salió del agujero. Estaba muy pálido. Lucius Pompeius le tomó del brazo y él se dejaba llevar dócilmente, sin hablar.
Hasta unos días después, Marcellus no relató a su compañero aquella experiencia. Cuando lo hizo, manifestaba un asombro temeroso y perplejo.
—Sentí cómo me iba disolviendo en el sueño, pero el sueño no era la pérdida de la conciencia, sino la incorporación a una conciencia diferente. Primero comencé a perder los límites de mis sentidos. Las paredes de aquel hoyo, en lugar de encerrarme y rodearme, de separarme de la piedra, me unían más íntimamente a ella. Así, lentamente, mi tacto iba expandiéndose por entre la propia sustancia de la roca. Mi cuerpo se diluía en la tierra, se convertía en una parte de la tierra, del valle.
Marcellus enumeraba con minuciosidad todos los recuerdos de sus percepciones a lo largo de aquel sueño misterioso, de su fusión con aquel espacio: los balanceos que la brisa suave « causaba en cada una de las hojas de los castaños J y de los robles, en las ramas rígidas de las urces, en las hierbas y en las flores que crecían en los declives menos empinados, eran recordados por él como pequeñas vibraciones de partes de su propio cuerpo, que comprendía también cada una de las hojas y de las briznas, y que sentía como propias, sin posible error, todas aquellas palpitaciones, la tensión de la tierra en la que él mismo se hundía y clavaba, con las raíces de los árboles y de las plantas; el calor del sol que, al ir iluminando los peñascos y las laderas, calentaba su piel, donde los pájaros escarbaban buscando el alimento y que recorría el agua del arroyo, con un fluir de líquido vivo que, sin duda, también le pertenecía.
Aquellas sensaciones eran cada vez más poderosas y llegaron a un punto en que, de modo simultáneo a su embeleso, se alzó en él una sensación de vértigo, como si aquella nueva conciencia estuviese a punto de conseguir una dimensión tan dilatada, tan enorme, que se convirtiese en la propia conciencia de aquel cuerpo cada vez mayor y olvidase su pequeña identidad de carne y hueso. Era el vértigo ante un abismo infinito y desconocido en el que parecía a punto de sumergirse. Tuvo miedo entonces y despertó.
—Su melancolía se tino desde aquel día con la nostalgia del sueño que había tenido en la cueva. Buscaba la soledad y llegó a evitar mi compañía. Aquella palidez con que había despertado, cuando su misteriosa experiencia, se fue acentuando. Una vez, al volver de la guardia, me dijeron que Marcellus había desaparecido. Sin descansar, me dirigí al valle y ascendí hasta la gruta. Marcellus estaba tumbado en el nicho de roca, con aquel raro aspecto de permanecer entre el sueño y la muerte. Esperé mucho tiempo, pero no despertó. Decidí al fin respetar su aislamiento y me alejé, dejándole dormido.
Lucius Pompeius detuvo el caballo otra vez y miró fijamente a su compañero.
—Esperaba que retornase al campamento, por su propia voluntad. En aquella situación, sólo él mismo podía decidir. Pero el tiempo fue transcurriendo y no regresó nunca. Comprendí al fin que había decidido marchar lejos, como tantas veces había anunciado.
Reemprendieron la marcha. La vuelta de un recodo les sorprendió con el resplandor del sol en una cresta rocosa en que se abrían las entradas de varias grutas.
—Allí es —dijo Lucius Pompeius.
Un urogallo saltó entre el matorral y se alejó de ellos con vuelo rasante y grandes aletazos. A lo lejos, las siluetas de las montañas recortaban el horizonte con una gran limpidez.
Penetraron en la gruta. La luz cenital le daba aspecto de lugar sagrado. Lucius Pompeius observó a su alrededor el suelo, las paredes húmedas, el musgo que cubría las rocas.
—No está —murmuró—. El nicho. Ha desaparecido.
Ya no existía la oquedad donde al parecer había reposado el cuerpo de Marcellus. Lucius Pompeius salió al exterior y el joven le seguía sin decir nada. El sol encendía ya una mañana esplendorosa, en la que se juntaban el aroma seco del monte y los frescos efluvios de la vaguada. De pronto, Lucius Pompeius pareció comprender. Su rostro se demudó y volvió apresuradamente al interior. Se encaminó a una de las protuberancias rocosas y comenzó a palparla.
—Manes sagrados —exclamaba.
En uno de los extremos de la roca, el musgo se hacía especialmente fino y tupido. Lucius Pompeius lo manoseaba con una mezcla de precipitación y de cuidado, hasta que lanzó un grito: bajo el musgo húmedo, que separaban sus dedos, apareció un párpado y se abrió luego un ojo que mostraba el pasmo de un ensimismamiento absoluto. Lucius Pompeius soltó el párpado, que se cerró de nuevo, y apartó los dedos del musgo, que cubrió otra vez del todo el rostro adivinado.El cuerpo de Marcellus se había incorporado a la sustancia misma del valle. Lucius Pompeius y su joven compañero salieron de la ' cueva. Unas lágrimas se escurrían por las mejillas resecas del veterano.
1 Comments:
¡Qué gran cuento! Es una pena que quizá quien lo lea sin conocer el Valle no se pueda hacer una idea de cuánta Verdad (lo tengo que escribir con mayúscula) hay en esta ficción.
Parece increíble que al lado de Ponferrada exista ese lugar, tan lejos y tan cerca de Todo (más mayúsculas)
Un abrazo.
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