Trabajo y labores
La economía en la primera mitad del siglo XX, no fue boyante. Se continuaba con un sistema tradicional de producción agrícola y ganadera cuyos métodos, aperos, organización laboral, conocimientos de cultivo y explotación venían siendo parejos a los del pasado. Permaneció una situación que únicamente tuvo como algo excepcional respecto al progreso, las escuelas Mercantiles y Agrícolas, las de Industrias Caseras y las de Instrucción Primaria y de Agricultura, creadas en León por Francisco Blanco de Sierra Pambley en los años finales del siglo XIX y primeros del siglo XX.
La ausencia de una tecnología avanzada perduró hasta los años 50, fechas en las que la fuerza de sangre comenzó a sustituirse por la tracción mecánica: fue el momento de la mecanización definitiva del campo con el uso de los CV
Hasta que se alcanzó esa época, los útiles eran rudimentarios, seguían los mismos sistemas de cultivo y de riego, la misma organización laboral, y persistía el apero traccionado por animales de tiro. En ese medio tiempo, el arado romano fue sustituido por los arados de vertedera reversible con o sin avantrén; a la hora de cultivar, la fuerza humana dejó paso a los cultivadores; las siegas, hechas con hoz o guadaña, empezaron a realizarse con guadañadoras y segadoras agavilladoras; y los empacados del heno, comenzaban a hacerse con una rudimentaria y manual empacadora.
El labrador siempre tuvo el cielo por ventana y augurio de la cosecha, de modo que, hacia ese horizonte sin límite, llevaba su mirar en un acto reflejo de siglos. En él atisbaba pronósticos del tiempo, desde la sabiduría empírica, la creencia y también la superstición. Y, según ellos, deducía, se aprovechaba o se defendía, apuraba o esperaba, acuñando su saber en la cita de un rico refranero que por cada mes apostilla la experiencia de sus predecesores, o sumando a la memoria colectiva, la suya propia. Como dice el refrán una vez más, "los campos mantienen a los pueblos; no los pueblos a los campos". Por tal motivo, de tales verdades sabía más el gañán que el sabio, aún existiendo la circulación de un orientativo calendario Zaragozano, que tuvo gran predicamento entre los agricultores del siglo XX.
Antes de que la individualidad instalase los despropósitos de su imperio y como consecuencia de viejas costumbres en torno a la propiedad comunal, en León se aplicaron una serie de métodos en el aprovechamiento del terreno del común, llamados bouzas en Cabrera, searas en el Bierzo, préstamos en los Oteros, rondas en la zona de Valdemora y vitas en Sahagún, regulados por las ordenanzas de concejo.
Las bouzas consistían en quemar en el mes de septiembre, siempre de mutuo acuerdo y bajo la dirección del alcalde, una parte del monte comunal, para, en diciembre o enero, ser roturado y cultivado también comunalmente, o para que saliesen buenas hierbas para el pasto de los ganados. Era practica de Cabrera y Bierzo, que se hada durante tres años seguidos, dejando uno de descanso.
Las searas correspondían a un tipo de cultivo practicado sobre cenizas, después de rozar y quemar algunas laderas alejadas del pueblo. Luego se repartían entre los vecinos y se cultivaban durante seis años. Con el tiempo se impuso en ellas la propiedad privada y, en consecuencia, la pérdida del sistema que dio lugar a ellas.
Los préstamos trataban de un sorteo de los quiñones -a los que llaman cuartas- en que se dividía un valle que se encuentra en Gusendos de los Oteros. Cada dieciséis cuartas, se constituía un préstamo (Derecho consuetudinario leonés. León, 1984).
Costumbre semejante se practicaba en Maraña, donde el valle de Riosol posee una pradería destinada a la siega. Este espacio se dividía en partes iguales y numeradas, con las que se hacían anualmente dos sorteos el día después de la festividad de Santiago: uno en el Ayuntamiento, para adjudicar a cada pueblo los quiñones que le corresponden, y otro para repararlos entre los vecinos, a los que se les entrega una papeleta por cada uno, que viene a ser la garantía del derecho que tiene a segar la parte que le tocó en suerte.
Algo parecido se hace en Rioseco de Tapia, donde se sorteaba el terreno comunal del monte en el que se sembraba centeno, que era segado por todos al mismo tiempo y sometidos a la orden de salir rodos juntos hacia el pueblo, una vez que se había cargado el último carro.
La ronda de Valdemora, no lejos de Valencia de Don Juan, es costumbre recogida por Elias López, que describe en estos términos: "La Ronda es terreno destinado al cultivo, y para laborarlo lo reparten y sortean cada seis años entre todos los vecinos. Las suertes que se hacen son iguales en extensión, y su número cuatro veces mayor que el de los vecinos. A cada vecino se le adjudican cuatro lotes en puntos distintos de la Ronda. El sorteo se practica en los últimos días del mes de diciembre o en los primeros del de enero, y durante los seis años que sus efectos subsisten, cada vecino aprovecha las suertes que le han correspondido" (Derecho consuetudinario leonés, León, 1984).
Semejante reparto se hacía en tierras de Llánaves de la Reina, donde cada diez años se sorteaban las tierras de labor entre la vecindad. Fórmula equitativa de aprovechamiento del terreno comunal ha sido la que igualmente se aplicó en la dehesa de Castilfalé, descrita por Elias López (Derecho consuetudinario leonés. León, 1984).
Lo mismo se hacía en muchos pueblos con el terreno de las eras donde se trillaban y limpiaban las mieses, cuyas partes divididas se sometían a sorteo. El sentido unívoco de muchas faenas campestres se aplicaba a distintos cultivos, como el que afectaba a los productores de vino, que sólo podían iniciar la vendimia cuando así lo determinaba la Autoridad local, previo informe de los veedores.
La propiedad particular siempre estuvo bien definida. Los campos estaban amojonados para señalar los límites de cada uno. Tales mojones, que debían sobresalir de forma destacada en los terrenos, se acompañaban en el Bierzo de las testigas, que eran unas piedras ocultas al lado del mojón, para asegurar aún más la linde. Cierres de tapial, adobe, piedra, seto vivo (sebes, chopos, paleras), estacas y alambre, parcelaron, según la zona de la provincia, gran parte del paisaje agrario leonés. Por tales linderos, más de una ves surgieron enconados enfrentamientos, que desarrollaron en el leonés un acusado sentido de la propiedad y del patrimonio heredado o conseguido. Por esto y por la defensa del derecho al agua y los tumos para el riego -motivos frecuentes de conflicto-, se creaban tensiones y posturas irreconciliables que pasaban de una generación a otra. No obstante, las circunstancias de cada área de la provincia variaban, y con ellas los problemas, haciendo de ello causa para que muchas veces se produjesen y se produzcan intereses encontrados entre una población que se circunscribe en un mismo límite provincial.
A pesar de los rudimentos del cultivo de la tierra en la primera mitad del siglo, hay que entender como ha hecho José Luis Mingóte, que "la práctica de la agricultura tradicional es una muestra de saberes complejos" (No todo es trabajo. Salamanca, 1995).
En la verdad de aquel ruralismo solo había el esfuerzo del labrador hincando su arado para obtener una cosecha, o las fatigas de los segadores gallegos y bercianos que desde Andalucía "venían segando" de sol a sol con su hoz y zoqueta, los trigales de la península que las inclemencias habían respetado. Aquellas cuadrillas de temporeros y alpargata de esparto que al final de la campaña se sentaban contra la pared exterior de la estación del Norte de la capital leonesa, a la espera del "Gallego" (tren correo hacia Galicia), sólo conocían rudezas y sudores de una agricultura que todavía demandaba del hombre ímprobos esfuerzos escasamente reducidos con unos aperos rudimentarios que apenas habían variado, si se apura, desde la Edad Media. No es el lamento por comentario ni la retórica como argumento, sino las razones para la comprensión de la realidad del campesinado. Aún pudo ver José Miguel Naveros a su paso por Puebla de Lillo en la década de los 60, una escena elocuente: "apenas si se trilla, sino que se desgrana la mies golpeando sobre artesas de madera". Para todo aquello hacía falta tener mucha fibra y un talante especial, a veces resignado, para que también surgiese la fiesta.
El trabajo se iniciaba con las primeras luces del día, después de tomar una parva de pan y orujo, para calentar garganta y estómago. Se limpiaba la cuadra, se daba de comer a los animales y se ordeñaba. En época de recogida de la mies, se acudía a los campos bien temprano para que, antes de secarse el rocío, tener cargado el carro y evitar se desgranase la mies. Las otras faenas del año consistían en abonar las fincas, ralbar la tierra, es decir, realizar la primera arada, binarla, que era la eliminación de las malas hierbas, y dejarla acondicionada para la siembra. Ésta, si era de cereal, se hacía a voleo, para lo cual había que tener un buen brazo. Ese mismo día se araba de nuevo para tapar la simiente. Era costumbre, una vez hecha la sementera, colocar una señal en forma de cruz hecha con paja o ramas, para indicar que la tierra estaba sembrada.
Según las fincas fuesen de regadío o secano y según el tipo de cultivo, así se realizaban las labores en distintos momentos del ciclo agrario y de distintas maneras, algo evidente en las tierras de pan llevar, en las viñas, en la pradería, en los linares, en los regadíos o en los huertos, cuyos frutos requerían atenciones específicas.
Los riegos se realizaban a través de pozos cuya agua se extraía con norias y luego con el famoso motor Piva y Liska, que llenaba el espacio de un sonido monótono y característico. La otra modalidad eran las derramas de los ríos, mediante presas. De estos cauces derivaban las presinas, de éstas, las madrices, y de ellas, los regueros. El uso se hacía por turno, que en el Bierzo dicen acalendar, con guardas que vigilaban su cumplimiento, según lo acordado en las cofradías o en los sindicatos de regantes.
Durante los inviernos la vida se serenaba, todo lo contrario que en las épocas de siembra, riego y cosecha, sobre todo en el último caso, de cuyo trajín, el más penoso era el de la siega. Después, el cereal se desgranaba con manal a fuerza de brazo o se trillaba con trillo tirado por bueyes o caballería. Trillos que eran de pino y de distintos tamaños, vendidos por los trilleros segovianos de Cantalejo, que se iban desplazando de sur a norte de la península, a medida que avanzaba la siega. De esta forma se hacían en la era las parvas que, cuanto mayores, más motivo para presumir, coronadas por un ramo cuando se terminaba de trillar, costumbre que también se repetía en el carro, en el último acarreo de la mies o la hierba. Después, en los días de viento, se aventaba el grano y se acerendaba, faena que cuando comenzó a mecanizarse el campo español, se realizaba con unas aventadoras de la marca vitoriana Ajuria -como otros aperos de la época-, accionadas a través de una palanca en un constante movimiento circular realizado abrazo.
Del conjunto de aperos, el arado y el carro eran los mas importantes. Normalmente eran manejados por los hombres, y sólo algunos, por las mujeres, si bien, no había impedimento para que también utilizasen los demás. Todo era cuestión de fuerza y del tipo de trabajo. Como comenta el citado José Luís Mingote "la utilización de ciertos aperos en grupos perfectamente estructurados, como ocurre con los mayales o con las hoces, implica una ordenación de los participantes y, a menudo, una especiali-zación y jerarquización laboral, que van en bascantes ocasiones consustancial-mente unidas con la Técnica, condicionando la forma material de hacer el trabajo". Asimismo, "la división sexual del trabajo en el mundo tradicional implica también un matiz digno de tener en cuenta a la hora de analizar el porqué de la utilización de un determinado útil. No obstante, es posible encontrar que lo que en una zona es norma rígida, en otra no lo es. Los particularismos están apoyados en una tradición cultural local que, no obstante, puede romperse o cambiarse. El manejo de aperos como el arado o la hoz ha sido fundamentalmente masculino en el campo español, pero ello no impide el hecho de que la mujer haya participado en las faenas de arada o siega de forma general en algunas zonas o en épocas históricas" (No todo es trabajo. Salamanca, 1995).
La vida, por lo que vemos, era dura y dependía o se hada frente a la circunstancia del momento. Por todo ello, a los que han nacido en épocas de desarrollo y bonanza, se les hace difícil comprender estas circunstancias o resistirse al asombro cuando, obligados nuestros paisanos por la inseguridad, acudían en procesión a la bendición de los campos -en muchos lugares el día de San Marcos-; a realizar rogativas con novena y desfile con imágenes para que lloviese -algo que hoy todavía se hace en Castrotierra-; a tocar las campanas para que no se apedree la cosecha en días de nube, o a poner el día de San Antón bajo la bendición del cura y el asperjado de agua bendita, los animales de la casa, especialmente el cerdo, para evitar en lo posible, cualquier desgracia que les privase del alimento del año siguiente o de la bestia que les permitía arar los campos o trillar la mies.
Les resulta curioso a las gentes más jóvenes de la ciudad, si es que alguna vez han oído semejante cosa, la existencia de las llamadas aparazas, sistema por el que dos labradores se ponían de acuerdo, contribuyendo uno con las tierras y otro con la yunta para labrarlas; que se uniesen dos vecinos para aportar el animal correspondiente y así constituir la yunta; que uno diese simiente y otro la cultivase, o que se cediese terreno en aparcería, para que un segundo la trabajase, repartiéndose gastos y beneficios.
El trabajo agrícola solía complementarse con el ganadero, si bien, en las zonas tradicionalmente ganaderas, como es la montaña, la ocupación principal estaba destinado a la cría y pastoreo del ganado.
La cabaña podía estar formada por vacuno, ovino y caballar, al margen del cerdo, que recibía cuidados domésticos. El vacuno y el caballar eran estantes, al aprovechar durante el verano, el pasto de los puertos de altura en sus correspondientes majadas y brañas (las había de cabecera y propias). Una utilización estacional, que se prodigó en todo el sistema montañoso de la provincia. Algunas de estas brañas las ocuparon los vaqueiros de alzada, que partían en San Miguel de mayo y regresaban en San Miguel de septiembre de los pastos altos de la zona de Aira da Pedra, Villar de Acero, San Juan de Pallazuelas, Torrestío..., en los límites entre Asturias y León. Gentes ganaderas con fuerte endogamia, que crearon una sociedad muy cerrada contraria al aldeano.
Con estos ganados se comerciaba en animadas ferias de distintos ganados o, según los días o la época, con una especie determinada, distribuidas a lo largo del año o del mes por diferentes lugares de la geografía provincial. Coincidían en estas convocatorias, ganaderos leoneses y de otras provincias, tratantes, artesanos, de la madera y de la piel, pulperas, carteristas y vendedores de todas las clases, que hacían una fiesta de estos encuentros. En ellos se cerraban los tratos con la conro-bla o alboroque, especialmente los de vacuno, rematado con una ración de callos o de pulpo, que pagaba el comprador. Las ferias de San Juan y San Pedro, San Froilán y San Andrés en León, la Feriona de Villablino, la de San Simón de Sahagún, las de Boñar, Mansilla de las Muías, Riaño, Riello, Cacabelos, Camponaraya, El Espino..., fueron de las más nombradas e importantes, teniendo en cuenta que en prácticamente todas las cabeceras de comarca había algún mercado o pequeña feria donde se negociaba con ganado. No todas han pervivido en el último cuarto de siglo, al focalizar los mercados por razones de costos y el nuevo proceder de tratantes y ganaderos que ajustan las ventas en los lugares de origen.
El apacentamiento de estos ganados se hacía de distintas formas: de manera particular, mediante veceras -cuya vez por vecino se distribuía con la corrida-, contratando el pueblo un pastor, o a través de las alparcerías -cuando se trataba de ganado ovino-, consistentes en la unión de varios poseedores o alparceros de ovejas, para juntar las reses en un mismo rebaño, y pagar conjuntamente a un pastor que las pastorease.
Las ordenanzas de los pueblos especialmente ganaderos, son explícitas en todo lo que concierne a los ganados, afectando, por supuesto, a las veceras (de vacas, bueyes, terneros, corderos y cabritos, ovejas y cabras, cerdos, yeguas, rocines); a dónde, cuándo y cómo se ha de producir la salida de las reses a los pastos; al guarda de ganados mayores y menores; al ganado perdido y reses desmandadas; a los animales despeñados o muertos; al ganado que sus dueños quieren majadar en el monte; a las vacas de leche; a los desviaderos de ganado; a los toros; a los padres de las ovejas; a los cencerros de vacas; a los que traigan ganado de fuera; al guarda de bueyes; al acabañado del ganado merino o al tiempo en que se han de buscar mastines. Una auténtica regulación que mantenía el orden de la comunidad, incluso, para la protección de la cabana ganadera. La amenaza de los lobos fue siempre una constante, razón por la que las ordenanzas ordinarias, como las de Caboalles o Rioscuro, obligaban a construir y conservar el calecho, pozo oculto por ramaje, donde se ponía un cordero como cebo. Especiales y muy nombradas son las Ordenanzas de Montería de Valdeón, que incluían la construcción de un chorco o trampa de lobos, que todavía se conserva.
Otro asunto fue el de los ganados transterminantes (trasladantes) y los trashumantes. Los primeros son ganados que guardados por mastines y azuzados por perros careas, trashumaban pero sin salir de la provincia, de modo que durante el verano aprovechaban los pastos de la montaña, y en el otoño bajaban a las riberas, sobre todo del Orbigo, para pasar la invernada.
El ganado trashumante, dedicado a la oveja merina, se desplazaba, como ya se sabe, de la montaña leonesa a las dehesas de Extremadura y viceversa, a través de cañadas (Leonesa Occidental, Leonesa Oriental y Vizana), de cordeles (Burgo Ranero, Villadangos, León, La Mediana, Valdelugueros, Laciana, Babia, según la cañada), y de numerosas veredas, una vez que se unificaron las Mestas de León y Castilla en torno a 1273, reinando Alfonso X. Actualmente, aunque todavía se aprovechan los puertos con las merinas, la trashumancia tradicional ya no se realiza, pues aquel ir y venir ha sido sustituido por el transporte en ferrocarril o por carretera.
Ese trasiego de siglos dio lugar a un grupo humano jerarquizado (mayoral, rabadanes, compañeros, ayudadores, personas, sobraos, zagales y motriles), así como a unas costumbres y folklore característicos: indumentaria, construcción de chozos y majadas, cría de perros mastines roperías {Quintanilla, Truébano, Beberino, Retuerto, etc.), fiestas (machorradas), alimentación (caldereta, frite, chanfaina, quesos, cuaxada), cantos y bailes peculiares.
La ausencia de una tecnología avanzada perduró hasta los años 50, fechas en las que la fuerza de sangre comenzó a sustituirse por la tracción mecánica: fue el momento de la mecanización definitiva del campo con el uso de los CV
Hasta que se alcanzó esa época, los útiles eran rudimentarios, seguían los mismos sistemas de cultivo y de riego, la misma organización laboral, y persistía el apero traccionado por animales de tiro. En ese medio tiempo, el arado romano fue sustituido por los arados de vertedera reversible con o sin avantrén; a la hora de cultivar, la fuerza humana dejó paso a los cultivadores; las siegas, hechas con hoz o guadaña, empezaron a realizarse con guadañadoras y segadoras agavilladoras; y los empacados del heno, comenzaban a hacerse con una rudimentaria y manual empacadora.
El labrador siempre tuvo el cielo por ventana y augurio de la cosecha, de modo que, hacia ese horizonte sin límite, llevaba su mirar en un acto reflejo de siglos. En él atisbaba pronósticos del tiempo, desde la sabiduría empírica, la creencia y también la superstición. Y, según ellos, deducía, se aprovechaba o se defendía, apuraba o esperaba, acuñando su saber en la cita de un rico refranero que por cada mes apostilla la experiencia de sus predecesores, o sumando a la memoria colectiva, la suya propia. Como dice el refrán una vez más, "los campos mantienen a los pueblos; no los pueblos a los campos". Por tal motivo, de tales verdades sabía más el gañán que el sabio, aún existiendo la circulación de un orientativo calendario Zaragozano, que tuvo gran predicamento entre los agricultores del siglo XX.
Antes de que la individualidad instalase los despropósitos de su imperio y como consecuencia de viejas costumbres en torno a la propiedad comunal, en León se aplicaron una serie de métodos en el aprovechamiento del terreno del común, llamados bouzas en Cabrera, searas en el Bierzo, préstamos en los Oteros, rondas en la zona de Valdemora y vitas en Sahagún, regulados por las ordenanzas de concejo.
Las bouzas consistían en quemar en el mes de septiembre, siempre de mutuo acuerdo y bajo la dirección del alcalde, una parte del monte comunal, para, en diciembre o enero, ser roturado y cultivado también comunalmente, o para que saliesen buenas hierbas para el pasto de los ganados. Era practica de Cabrera y Bierzo, que se hada durante tres años seguidos, dejando uno de descanso.
Las searas correspondían a un tipo de cultivo practicado sobre cenizas, después de rozar y quemar algunas laderas alejadas del pueblo. Luego se repartían entre los vecinos y se cultivaban durante seis años. Con el tiempo se impuso en ellas la propiedad privada y, en consecuencia, la pérdida del sistema que dio lugar a ellas.
Los préstamos trataban de un sorteo de los quiñones -a los que llaman cuartas- en que se dividía un valle que se encuentra en Gusendos de los Oteros. Cada dieciséis cuartas, se constituía un préstamo (Derecho consuetudinario leonés. León, 1984).
Costumbre semejante se practicaba en Maraña, donde el valle de Riosol posee una pradería destinada a la siega. Este espacio se dividía en partes iguales y numeradas, con las que se hacían anualmente dos sorteos el día después de la festividad de Santiago: uno en el Ayuntamiento, para adjudicar a cada pueblo los quiñones que le corresponden, y otro para repararlos entre los vecinos, a los que se les entrega una papeleta por cada uno, que viene a ser la garantía del derecho que tiene a segar la parte que le tocó en suerte.
Algo parecido se hace en Rioseco de Tapia, donde se sorteaba el terreno comunal del monte en el que se sembraba centeno, que era segado por todos al mismo tiempo y sometidos a la orden de salir rodos juntos hacia el pueblo, una vez que se había cargado el último carro.
La ronda de Valdemora, no lejos de Valencia de Don Juan, es costumbre recogida por Elias López, que describe en estos términos: "La Ronda es terreno destinado al cultivo, y para laborarlo lo reparten y sortean cada seis años entre todos los vecinos. Las suertes que se hacen son iguales en extensión, y su número cuatro veces mayor que el de los vecinos. A cada vecino se le adjudican cuatro lotes en puntos distintos de la Ronda. El sorteo se practica en los últimos días del mes de diciembre o en los primeros del de enero, y durante los seis años que sus efectos subsisten, cada vecino aprovecha las suertes que le han correspondido" (Derecho consuetudinario leonés, León, 1984).
Semejante reparto se hacía en tierras de Llánaves de la Reina, donde cada diez años se sorteaban las tierras de labor entre la vecindad. Fórmula equitativa de aprovechamiento del terreno comunal ha sido la que igualmente se aplicó en la dehesa de Castilfalé, descrita por Elias López (Derecho consuetudinario leonés. León, 1984).
Lo mismo se hacía en muchos pueblos con el terreno de las eras donde se trillaban y limpiaban las mieses, cuyas partes divididas se sometían a sorteo. El sentido unívoco de muchas faenas campestres se aplicaba a distintos cultivos, como el que afectaba a los productores de vino, que sólo podían iniciar la vendimia cuando así lo determinaba la Autoridad local, previo informe de los veedores.
La propiedad particular siempre estuvo bien definida. Los campos estaban amojonados para señalar los límites de cada uno. Tales mojones, que debían sobresalir de forma destacada en los terrenos, se acompañaban en el Bierzo de las testigas, que eran unas piedras ocultas al lado del mojón, para asegurar aún más la linde. Cierres de tapial, adobe, piedra, seto vivo (sebes, chopos, paleras), estacas y alambre, parcelaron, según la zona de la provincia, gran parte del paisaje agrario leonés. Por tales linderos, más de una ves surgieron enconados enfrentamientos, que desarrollaron en el leonés un acusado sentido de la propiedad y del patrimonio heredado o conseguido. Por esto y por la defensa del derecho al agua y los tumos para el riego -motivos frecuentes de conflicto-, se creaban tensiones y posturas irreconciliables que pasaban de una generación a otra. No obstante, las circunstancias de cada área de la provincia variaban, y con ellas los problemas, haciendo de ello causa para que muchas veces se produjesen y se produzcan intereses encontrados entre una población que se circunscribe en un mismo límite provincial.
A pesar de los rudimentos del cultivo de la tierra en la primera mitad del siglo, hay que entender como ha hecho José Luis Mingóte, que "la práctica de la agricultura tradicional es una muestra de saberes complejos" (No todo es trabajo. Salamanca, 1995).
En la verdad de aquel ruralismo solo había el esfuerzo del labrador hincando su arado para obtener una cosecha, o las fatigas de los segadores gallegos y bercianos que desde Andalucía "venían segando" de sol a sol con su hoz y zoqueta, los trigales de la península que las inclemencias habían respetado. Aquellas cuadrillas de temporeros y alpargata de esparto que al final de la campaña se sentaban contra la pared exterior de la estación del Norte de la capital leonesa, a la espera del "Gallego" (tren correo hacia Galicia), sólo conocían rudezas y sudores de una agricultura que todavía demandaba del hombre ímprobos esfuerzos escasamente reducidos con unos aperos rudimentarios que apenas habían variado, si se apura, desde la Edad Media. No es el lamento por comentario ni la retórica como argumento, sino las razones para la comprensión de la realidad del campesinado. Aún pudo ver José Miguel Naveros a su paso por Puebla de Lillo en la década de los 60, una escena elocuente: "apenas si se trilla, sino que se desgrana la mies golpeando sobre artesas de madera". Para todo aquello hacía falta tener mucha fibra y un talante especial, a veces resignado, para que también surgiese la fiesta.
El trabajo se iniciaba con las primeras luces del día, después de tomar una parva de pan y orujo, para calentar garganta y estómago. Se limpiaba la cuadra, se daba de comer a los animales y se ordeñaba. En época de recogida de la mies, se acudía a los campos bien temprano para que, antes de secarse el rocío, tener cargado el carro y evitar se desgranase la mies. Las otras faenas del año consistían en abonar las fincas, ralbar la tierra, es decir, realizar la primera arada, binarla, que era la eliminación de las malas hierbas, y dejarla acondicionada para la siembra. Ésta, si era de cereal, se hacía a voleo, para lo cual había que tener un buen brazo. Ese mismo día se araba de nuevo para tapar la simiente. Era costumbre, una vez hecha la sementera, colocar una señal en forma de cruz hecha con paja o ramas, para indicar que la tierra estaba sembrada.
Según las fincas fuesen de regadío o secano y según el tipo de cultivo, así se realizaban las labores en distintos momentos del ciclo agrario y de distintas maneras, algo evidente en las tierras de pan llevar, en las viñas, en la pradería, en los linares, en los regadíos o en los huertos, cuyos frutos requerían atenciones específicas.
Los riegos se realizaban a través de pozos cuya agua se extraía con norias y luego con el famoso motor Piva y Liska, que llenaba el espacio de un sonido monótono y característico. La otra modalidad eran las derramas de los ríos, mediante presas. De estos cauces derivaban las presinas, de éstas, las madrices, y de ellas, los regueros. El uso se hacía por turno, que en el Bierzo dicen acalendar, con guardas que vigilaban su cumplimiento, según lo acordado en las cofradías o en los sindicatos de regantes.
Durante los inviernos la vida se serenaba, todo lo contrario que en las épocas de siembra, riego y cosecha, sobre todo en el último caso, de cuyo trajín, el más penoso era el de la siega. Después, el cereal se desgranaba con manal a fuerza de brazo o se trillaba con trillo tirado por bueyes o caballería. Trillos que eran de pino y de distintos tamaños, vendidos por los trilleros segovianos de Cantalejo, que se iban desplazando de sur a norte de la península, a medida que avanzaba la siega. De esta forma se hacían en la era las parvas que, cuanto mayores, más motivo para presumir, coronadas por un ramo cuando se terminaba de trillar, costumbre que también se repetía en el carro, en el último acarreo de la mies o la hierba. Después, en los días de viento, se aventaba el grano y se acerendaba, faena que cuando comenzó a mecanizarse el campo español, se realizaba con unas aventadoras de la marca vitoriana Ajuria -como otros aperos de la época-, accionadas a través de una palanca en un constante movimiento circular realizado abrazo.
Del conjunto de aperos, el arado y el carro eran los mas importantes. Normalmente eran manejados por los hombres, y sólo algunos, por las mujeres, si bien, no había impedimento para que también utilizasen los demás. Todo era cuestión de fuerza y del tipo de trabajo. Como comenta el citado José Luís Mingote "la utilización de ciertos aperos en grupos perfectamente estructurados, como ocurre con los mayales o con las hoces, implica una ordenación de los participantes y, a menudo, una especiali-zación y jerarquización laboral, que van en bascantes ocasiones consustancial-mente unidas con la Técnica, condicionando la forma material de hacer el trabajo". Asimismo, "la división sexual del trabajo en el mundo tradicional implica también un matiz digno de tener en cuenta a la hora de analizar el porqué de la utilización de un determinado útil. No obstante, es posible encontrar que lo que en una zona es norma rígida, en otra no lo es. Los particularismos están apoyados en una tradición cultural local que, no obstante, puede romperse o cambiarse. El manejo de aperos como el arado o la hoz ha sido fundamentalmente masculino en el campo español, pero ello no impide el hecho de que la mujer haya participado en las faenas de arada o siega de forma general en algunas zonas o en épocas históricas" (No todo es trabajo. Salamanca, 1995).
La vida, por lo que vemos, era dura y dependía o se hada frente a la circunstancia del momento. Por todo ello, a los que han nacido en épocas de desarrollo y bonanza, se les hace difícil comprender estas circunstancias o resistirse al asombro cuando, obligados nuestros paisanos por la inseguridad, acudían en procesión a la bendición de los campos -en muchos lugares el día de San Marcos-; a realizar rogativas con novena y desfile con imágenes para que lloviese -algo que hoy todavía se hace en Castrotierra-; a tocar las campanas para que no se apedree la cosecha en días de nube, o a poner el día de San Antón bajo la bendición del cura y el asperjado de agua bendita, los animales de la casa, especialmente el cerdo, para evitar en lo posible, cualquier desgracia que les privase del alimento del año siguiente o de la bestia que les permitía arar los campos o trillar la mies.
Les resulta curioso a las gentes más jóvenes de la ciudad, si es que alguna vez han oído semejante cosa, la existencia de las llamadas aparazas, sistema por el que dos labradores se ponían de acuerdo, contribuyendo uno con las tierras y otro con la yunta para labrarlas; que se uniesen dos vecinos para aportar el animal correspondiente y así constituir la yunta; que uno diese simiente y otro la cultivase, o que se cediese terreno en aparcería, para que un segundo la trabajase, repartiéndose gastos y beneficios.
El trabajo agrícola solía complementarse con el ganadero, si bien, en las zonas tradicionalmente ganaderas, como es la montaña, la ocupación principal estaba destinado a la cría y pastoreo del ganado.
La cabaña podía estar formada por vacuno, ovino y caballar, al margen del cerdo, que recibía cuidados domésticos. El vacuno y el caballar eran estantes, al aprovechar durante el verano, el pasto de los puertos de altura en sus correspondientes majadas y brañas (las había de cabecera y propias). Una utilización estacional, que se prodigó en todo el sistema montañoso de la provincia. Algunas de estas brañas las ocuparon los vaqueiros de alzada, que partían en San Miguel de mayo y regresaban en San Miguel de septiembre de los pastos altos de la zona de Aira da Pedra, Villar de Acero, San Juan de Pallazuelas, Torrestío..., en los límites entre Asturias y León. Gentes ganaderas con fuerte endogamia, que crearon una sociedad muy cerrada contraria al aldeano.
Con estos ganados se comerciaba en animadas ferias de distintos ganados o, según los días o la época, con una especie determinada, distribuidas a lo largo del año o del mes por diferentes lugares de la geografía provincial. Coincidían en estas convocatorias, ganaderos leoneses y de otras provincias, tratantes, artesanos, de la madera y de la piel, pulperas, carteristas y vendedores de todas las clases, que hacían una fiesta de estos encuentros. En ellos se cerraban los tratos con la conro-bla o alboroque, especialmente los de vacuno, rematado con una ración de callos o de pulpo, que pagaba el comprador. Las ferias de San Juan y San Pedro, San Froilán y San Andrés en León, la Feriona de Villablino, la de San Simón de Sahagún, las de Boñar, Mansilla de las Muías, Riaño, Riello, Cacabelos, Camponaraya, El Espino..., fueron de las más nombradas e importantes, teniendo en cuenta que en prácticamente todas las cabeceras de comarca había algún mercado o pequeña feria donde se negociaba con ganado. No todas han pervivido en el último cuarto de siglo, al focalizar los mercados por razones de costos y el nuevo proceder de tratantes y ganaderos que ajustan las ventas en los lugares de origen.
El apacentamiento de estos ganados se hacía de distintas formas: de manera particular, mediante veceras -cuya vez por vecino se distribuía con la corrida-, contratando el pueblo un pastor, o a través de las alparcerías -cuando se trataba de ganado ovino-, consistentes en la unión de varios poseedores o alparceros de ovejas, para juntar las reses en un mismo rebaño, y pagar conjuntamente a un pastor que las pastorease.
Las ordenanzas de los pueblos especialmente ganaderos, son explícitas en todo lo que concierne a los ganados, afectando, por supuesto, a las veceras (de vacas, bueyes, terneros, corderos y cabritos, ovejas y cabras, cerdos, yeguas, rocines); a dónde, cuándo y cómo se ha de producir la salida de las reses a los pastos; al guarda de ganados mayores y menores; al ganado perdido y reses desmandadas; a los animales despeñados o muertos; al ganado que sus dueños quieren majadar en el monte; a las vacas de leche; a los desviaderos de ganado; a los toros; a los padres de las ovejas; a los cencerros de vacas; a los que traigan ganado de fuera; al guarda de bueyes; al acabañado del ganado merino o al tiempo en que se han de buscar mastines. Una auténtica regulación que mantenía el orden de la comunidad, incluso, para la protección de la cabana ganadera. La amenaza de los lobos fue siempre una constante, razón por la que las ordenanzas ordinarias, como las de Caboalles o Rioscuro, obligaban a construir y conservar el calecho, pozo oculto por ramaje, donde se ponía un cordero como cebo. Especiales y muy nombradas son las Ordenanzas de Montería de Valdeón, que incluían la construcción de un chorco o trampa de lobos, que todavía se conserva.
Otro asunto fue el de los ganados transterminantes (trasladantes) y los trashumantes. Los primeros son ganados que guardados por mastines y azuzados por perros careas, trashumaban pero sin salir de la provincia, de modo que durante el verano aprovechaban los pastos de la montaña, y en el otoño bajaban a las riberas, sobre todo del Orbigo, para pasar la invernada.
El ganado trashumante, dedicado a la oveja merina, se desplazaba, como ya se sabe, de la montaña leonesa a las dehesas de Extremadura y viceversa, a través de cañadas (Leonesa Occidental, Leonesa Oriental y Vizana), de cordeles (Burgo Ranero, Villadangos, León, La Mediana, Valdelugueros, Laciana, Babia, según la cañada), y de numerosas veredas, una vez que se unificaron las Mestas de León y Castilla en torno a 1273, reinando Alfonso X. Actualmente, aunque todavía se aprovechan los puertos con las merinas, la trashumancia tradicional ya no se realiza, pues aquel ir y venir ha sido sustituido por el transporte en ferrocarril o por carretera.
Ese trasiego de siglos dio lugar a un grupo humano jerarquizado (mayoral, rabadanes, compañeros, ayudadores, personas, sobraos, zagales y motriles), así como a unas costumbres y folklore característicos: indumentaria, construcción de chozos y majadas, cría de perros mastines roperías {Quintanilla, Truébano, Beberino, Retuerto, etc.), fiestas (machorradas), alimentación (caldereta, frite, chanfaina, quesos, cuaxada), cantos y bailes peculiares.
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