De la Cruz de Fierro y los pueblos con varios nombres
EMILIO GANCEDO. Diario de León 16/4/2006
LOS PUEBLOS LEONESES
De la Cruz de Fierro y los pueblos con varios nombres
¿Por qué las guías llaman «de ferro» a la cruz del monte Irago si la filología, los paisanos del lugar y escritores y novelistas como Gil y Carrasco le llaman «de fierro»? ¿Por qué los carteles de los pueblos no aparecen rotulados con sus nombres autóctonos cuando éstos se conservan? He aquí la historia de los Barxas, Llouxadiella, La Veiga o Villabaltere
No es tan curioso como podría parecer en un principio. El hecho de que hoy en día se hayan modificado diversos nombres de pueblos y paisajes que durante cientos de años permanecieron más o menos inalterables se puede deber a múltiples causas. Lo que ya resulta más raro es que un lugar ?emblemático de León? que hasta hace muy poco (y aún hoy) contaba y cuenta con una denominación propia, tradicional, específica, sea conocido en los medios de comunicación y por el gran público, por otra.
Es el caso de la Cruz de Fierro, un caso que resulta paradigmático de algunos cambios y vacilaciones que se dan en nuestra región a la hora de nombrar topónimos que pueden resultar problemáticos (la toponimia es la ciencia que estudia los nombres de lugar).
En las más de las guías, en el habla ciudadana y en el mismo cartel situado junto a la cruz y la ermita, el término empleado es Cruz de Ferro. Riadas de peregrinos que pasan por este punto cargado de simbolismo en lo alto del monte Irago leen, aprenden este nombre y lo divulgan a los cuatro vientos. Es difícil olvidar este lugar. A la cruz le otorga personalidad y carácter el ser hito singular entre el Bierzo y Maragatos, faro de comarcas y curiosidad antropológica por la costumbre extendida entre los peregrinos de tirar en su base, vuelto de espaldas al mástil, una piedra traída desde el lugar de procedencia, y que algunos relacionan con prácticas célticas. Lógicamente, sorprende ese ferro, hierro en todo el dominio lingüístico galaico-portugués, un dominio que no comienza hasta bastantes más kilómetros hacia el Oeste, pasando el río Cúa.
El nombre que le corresponde es el de la palabra en la lengua tradicional de la zona en que se ubica esta peculiar cruz de Santiago hincada en un alto poste, la misma del Alto Bierzo, Maragatos, Cepeda..., esto es, la lengua leonesa. O sea, fierro, fierru.
Siguiendo las pistas
Los paisanos de la zona le llaman Cruz de Fierro. Y no sólo eso. Insignes autores de nuestra tierra como el historiador astorgano José María Luengo o el novelista berciano Enrique Gil y Carrasco también la denominan así. El periódico local El Faro la suele nombrar correctamente y han aparecido reseñas bajo esta forma también en El País. Luengo, en la revista de la Casa de León en Madrid, escribe:
«Que en tiempos celtíberos estuvo la Maragatería poblada es indudable, baste para ello citar los castros de esta época, sitos en Castrillo de los Polvazares, Santa Catalina, Pedredo de Somoza, Quintanilla, etcétera, y el notable monte de Mercurio de la Cruz de Fierro, a la vez del conocimiento que existe de ser el Monte Irago, cercano a Foncebadón, uno de los lugares sacros de los astures». Enrique Gil y Carrasco, en su recordado Bosquejo de un viaje a una provincia del interior, anota: «La vertiente oriental de las montañas forma contraste por su desnudez con los campos y colinas de El Bierzo, pero desde la Cruz de Fierro, punto culminante de aquellas alturas, se disfruta de una vista agradable y un horizonte muy extenso».
El famoso y sorprendentemente exhaustivo Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar, editado por Pascual Madoz (Madrid, 1845-1850), herramienta imprescindible para el investigador ya desde su misma publicación, proporciona estas sabrosas notas: «Cruz de Fierro: límite divisorio entre la antigua provincia del Vierzo y el resto del reino de León, y en el día, de los partidos judiciales de Ponferrada y Astorga: es una cruz de hierro colocada en una vigueta alta entre los pueblos de Foncebadón y Manjarín, y empotrada en un inmenso montón de piedras, que se aumenta cada día, porque es raro el viajero que pasa y no arroja a él una piedra. Está situada en lo más alto del puerto de Foncebadón, en el camino provincial carretero que de Astorga va a Galicia por Ponferrada».
Entonces, si tenemos la seguridad de que hasta nuestros días se ha venido diciendo fierro, ¿por qué se ha popularizado tanto la otra forma?
José Ramón Morala, catedrático de Lengua Española en la Universidad de León, asegura que la causa de esta modificación hay que buscarla en las «guías de viajes» y en el hecho de que los autores de este tipo de publicaciones «en este país se copian unos a otros». Cruz de Ferro es una denominación «libresca», dice. Hoy en día se «aprende de las guías», como se puede «aprender una lengua de manera artificial, por un libro, sin saber si verdaderamente esa lengua responde a una realidad», argumenta Morala. «La evolución natural de la palabra, en León, es fierro, del latín ferrum, que en castellano dio hierro y en Galicia ?y el Bierzo en la zona de Villafranca?, dio ferro».
«Desde el punto de vista lógico y filológico, la palabra es fierro ?asegura?. La otra no tiene sentido». En cuanto a cómo llaman a la cruz la gente de la zona, recuerda el veterano profesor de Palanquinos haber hecho el Camino de Santiago a principios de los años ochenta y haber pernoctado una noche en el pueblo maragato de El Ganso. Allí hablaron con una señora que les dijo: «Desde aquí se ve perfectamente la Cruz de Fierro». Otros conocidos suyos del vecino San Martín de Agostedo también conocen de esa manera al familiar mirador.
Al parecer, el continuo e intenso trasiego de población gallega que se dirigía a las llanuras de Castilla para segar o comerciar (poco se detenían en la región leonesa) popularizó el nombre de Cruz de Ferro en aquellas tierras; y tantos viajes hacían que aquello quedó como una señal inequívoca para ellos, la constatación de que ya quedaba menos para su casa. Probablemente, el hecho de que fuera el contigente más asiduo que transitara estas tierras acabó por bautizar a la cruz con un nombre galaico. Después, sólo bastó que alguien incluyera tal nombre en una guía para viajeros y que la bola de nieve siguiera su curso.
Ésta sería, a grandes rasgos, el origen del nombre «libresco» y algo cultista de ferro, que, hoy por hoy, es el más extendido. El profesor José Ramón Morala, a petición del alcalde de Santa Colomba de Somoza, había redactado un informe sobre el auténtico nombre de la cruz, y también le pidió al regidor maragato que, para ser fieles a la verdad, el cartel situado en sus cercanías mostrara el nombre de este histórico fito en gallego, en leonés, en inglés y en francés. Hoy por hoy, el nombre fierro está ausente de ese indicador y Morala no tiene noticia de aquel informe que enviara a Santa Colomba.
Puede hacerse también otra lectura de este hecho, y es la que pasa por un comportamiento bien conocido entre los estudiosos del leonés: no es otro que la «ocultación» de los nombres, topónimos y otros aspectos de esta lengua, dada su falta de prestigio ante el hablante y ante la sociedad. Se trata de un fenónemo que ha sido común a las lenguas minoritarias de prácticamente todos los países del mundo. Una amplia serie de lugares comunes y de ejemplos literarios nos muestran que quienes empleban el gallego, el catalán, el vasco, el gascón o el bretón eran tildados de palurdos, pueblerinos e ignorantes.
Así también pasa hoy con el leonés y sus variantes. Y pasaba con el gallego, por supuesto, hasta que su reciente proceso de cooficialización ha comenzado a hacerle recuperar el prestigio que perdió a partir de la Edad Media. En esta comunidad autónoma, además, se da la curiosa paradoja de que sólo el idioma gallego hablado en la franja oeste del Bierzo está reconocido, mientras que el leonés no lo está, situándose por tanto aquella lengua en una posición de privilegio respecto a ésta.
Los pueblos y sus nombres
En enero del 2004, dos asociaciones en defensa de las lenguas leonesa y gallega pedían la cooficialidad de estos dos idiomas en la provincia y la rotulación bilingüe en los pueblos en los que se emplearan suficientemente. Esta reclamación fue desatendida por el gobierno autonómico, cuyas Cortes, no obstante, llegaron a aprobar una absurda ley por la que la rotulación de las poblaciones «sólo puede hacerse en castellano» (¿quiere decir esto que las que se llaman Santa Colomba han de cambiarse por Santa Paloma, Forna ha de pasar a ser Horna, Tejadinos será Tejaditos?). La Junta parece desconocer el hecho de que el origen de la mayor parte de los nombres de nuestras localidades hay que buscarlos, obviamente, en el romance leonés.
Conviene, por tanto, hacer llamar la atención sobre el hecho de que muchos pueblos de nuestra región cuentan con «varios» nombres, dado que algunos han sido castellanizados y no se correspoden con la denominación autóctona.
Nombramos aquí en primer lugar las acepciones tradicionales de varias localidades de las dos comarcas en las que el leonés se halla más vivo socialmente (La Cabrera, el Alto Sil, Laciana y Babia), siguiendo las obras de dos insignes estudiosos de este dominio lingüístico: Concha Casado (El habla de la Cabrera Alta) y Guzmán Álvarez (El habla de Babia y Laciana).
En Cabrera (Cabreira), algunos nombres tradicionales hoy día aún usados por sus habitantes son Quintaniella (Quintanilla), Valdaviéu (Valdavido), Trueitas (Truchas), Trueitiellas (Truchillas), Ñugare (Nogar), Robléu de Llouxada (Robledo de Losada), Santa Olalla de Cabreira (Santa Eulalia de Cabrera), Castrufenoyu (Castrohinojo), Encinéu (Encinedo), Ambasauguas (Ambasaguas), Llouxadiella (Losadilla) o Lla Baña (La Baña).
En la montaña occidental (Altu Sil, L.laciana, Babia) a muchos kilómetros de la Cabrera pero hermanadas ambas por su aislamiento y por haber conservado más fielmente los rasgos de nuestro idioma, están, por poner sólo algunos ejemplos, L?Escobiu, Páramu, Sousañe, Valdepráu, Teixéu, Cagual.les d'Arriba y d'Abaxu, Oural.lu, Vil.lablinu, Sousas, L.lumaxu, Meiróy, La Veiga de Viechos, Quintaniel.la, Cacabiel.lu, L.láu, Queixiu, Cabril.lanes, La Maxuga, Santu Michanu, Vil.lasecinu...
(Con la grafía ll con dos puntos debajo, o l.l, se indica el sonido de la che vaqueira, una ch pronunciada pegando la punta de la lengua al paladar. Este sonido, muy típico de la zona, se representaba antes con una ts Tsaciana).
El extremo atlántico
Estos ejemplos ofrecidos por dos autoridades sobre el tema son bastante representativos del caso leonés o asturleonés, como se quiera llamar. En cuanto al área lingüística gallega, podemos citar todo el área oeste de la comarca berciana. Aquí tenemos Trabadelo, Pradela, A Portela de Valcarce, San Fiz do Seo, Veiga de Valcarce, As Ferrerías, Barxelas, A Braña, A Faba, San Xulián, Paraxís, Canteixeira, Castañeiras, Ruideferros, Vilariños, A Treita, O Castro, Lamagrande, Arnadelo, A Veigueliña, Paradiña, Barxas, Veiga do Seo, Mosteiros, Portela de Aguiar, Xestoso, Horta... y tantos otros pueblos y aldeas de los valles del Valcarce, Burbia, Selmo, Cúa y Sil.
Sin embargo, no debemos olvidar que pocas veces se encuentra el investigador ante fronteras precisas, y así, los dominios lingüísticos leonés y gallego se hermanan amistosamente, mezclándose en torno a zonas mixtas. Es por ello que en lugares de habla gallega se encuentra también abundante toponiminia leonesa (Pumarín, Soutín).
En cuanto a los nombres en leonés, antes ofrecimos un pequeño feixe de nombres de los más empleados hasta hoy o hasta hace bien poco, y nombrados en dos obras de referencia; pero en las zonas en las que, de forma algo más «deshilachada» se conserva la lengua, tenemos muchos otros ejemplos: en Omaña, el valle de la Llomba ?en los mapas pone Lomba? (llombu es lomo, otero, y Llombera está en la montaña central), L'Ariego (en los mapas, Ariego), Boniella (castellanizado como Bonella), Formigones, Sosas del Cumbral, Sabugo (sabugo es saúco en leonés), Barrio de la Puente (no del Puente), Fasgare (así se pronuncia Fasgar), Senra (en castellano sería Serna), Cirujales (cirujal, ceruxal, es ciruelo), Formigones, Murias (una muria es una pared baja de piedras empleada para dividir los praos), La Urz (urz es el nombre en leonés del brezo), etc...
Como vemos, titubeando o no con las grafías y las formas, lo cierto es que los nombres con los que conocemos la mayor parte de nuestras entidades de población, villas, aldeas y lugares ?tan abundantes? conservan y ostentan su raíz lingüística leonesa. Antes mencionábamos las muchas Santas Colombas, pero no olvidemos nuestro tan querido sufijo -ín, -ino; y ahí están las Veguellinas, Villarín, Garfín, Villamondrín, Toralino, Valverdín, Tejerina... en el centro del Bierzo hay nombres deliciosamente leoneses como La Malladina, Cubillinos y Posadina, y, junto a Ponferrada, otro con un sufijo bien leonés, Campiello.
También están los Folloso, Folledo y Fojedo, lugares boscosos, abundantes en hojas (fueyas), los Requejos o requeixos (rincones), el Tendal (cuerda para tender la ropa), los abundantísimos Ferreras y Ferreros (herreros), las Devesas (dehesas), los lugares húmedos o pantanosos, que en leonés son llamas o llamazares (Llamazares, Llamas de la Ribera o de Laciana), los que hacen fusos (en castellano, huso) en Quintana de Fuseros, o los lugares abundantes en hinojo (Finolledo, Valle de Finolledo) o en helechos, felechos (Felechares de la Valdería, Felechas). Sin olvidar las chana y chanas (llanos, llanuras altas), como La Chana, Matachana o Chana de Somoza.
Desde Molinaferrera a Prada de Valdeón, desde Ferradillo y Busnadiego al Truébano de Babia (truébano es el tronco hueco que sirve de colmena) y el Truébano junto al Cea, desde Oseya de Sayambre a Fresnellino, Villabalter(e) y el valle de las mimbres (Valdevimbre), todo paseo a través de la toponimia leonesa es un viaje apasionante a través de la lengua, la historia y la cultura de nuestra región.
Hay que tener en cuenta, además, que es en la toponimia donde queda «fijada» la lengua o el dominio lingüístico de un determinado territorio; formas que en el habla ordinaria desaparecieron o están en trance de desaparecer persisten aún durante mucho tiempo en los nombres de lugar. Y así, sobre los mapas ?los que son fieles a la toponimia real, no alterada? el territorio de León aparece plagado de nombres propios de enorme sugerencia. Ya en el mismo entorno de la capital nos atopamos con Las Forcas, La Chana o El Molín. Por todas partes de la provincia aparecen los Castros, los Janos y las Huergas; en su mismo centro, en Velilla de la Reina, está la plaza de la Veiga, y, a medida que uno avanza hacia el norte y el oeste surgen Bustiellos, Regueras y Regueiros, Castiellos, Foces Escuras, Sebes, Piedrafitas y Brañas.
En particular, los montes y picos suelen ser especialmente hermosos y significativos, y así tenemos el airoso Nevadín, los majestuosos Muxavén y Cornón, el gran Catoute, el cepedano Pozo Fierro, la Sierra Filera o el Llambrión de Picos, donde no olvidemos que esa que los libros llaman Peña Santa de Castilla no es otra que la conocida por los paisanos del lugar, simplemente, como Torre Santa.
La gestión de la toponimia: un arte desconocido en la región leonesa
Cuando existe una riqueza constatable en los nombres de lugar, una serie de denominaciones propias y tradicionales, muchas comunidades autónomas han optado por hacer éstas visibles a través de indicadores y carteles. De manera bilingüe o monolingüe, las comunidades con lengua cooficial ya muestran todos, o la mayoría de sus topónimos, en el idioma local respectivo.
A nosotros los leoneses nos interesan más aquellas regiones en las que existe una mayor variedad, o una desprotección legal de dimensiones variables con respecto al dominio lingüístico. Por ejemplo, la juiciosa Navarra, otro viejo reino que debería ser, en tantas cosas, ejemplo para León, ha delimitado su territorio en tres zonas. Aunque el euskera es cooficial en esta comunidad foral, las tres zonas son espejo de la realidad idiomática: un Norte donde se habla (o se ha hablado tradicionalmente) el euskera, y en el que la rotulación se ha realizado en esta lengua; una Zona Media en la que conviven ambas en una suerte de bilingüismo tipográfico, y una Ribera del Ebro por completo castellanoparlante.
En Cantabria, donde el dominio lingüístico asturleonés también se haya muy fragmentado y reducido básicamente al léxico y la toponimia, su gobierno regional ha optado por indicar, junto a las carreteras, los nombres de arroyos, peñas y praderas cercanas, en la convicción de que son también índice de la identidad y la cultura popular de esta tierra. Los Sejos o el Jitu aparecen así ante los ojos de todos los viajeros. La variante oriental de nuestro mismo dominio lingüístico, que es la hablada en esa región, no es oficial, aunque algunos grupos pugnan porque así sea.
En Miranda do Douro, su lhengua, también variante del leonés, es cooficial con el portugués. Las placas de las calles y los carteles indicadores de los pueblos están escritos en los dos idiomas.
En Aragón, la fabla no es cooficial, pero se enseña opcionalmente en algunos colegios. Por el momento, lo único que existe son rotulaciones de toponimia menor tales como arroyos, puentes, etc. (Fuen d’as crabas, por ejemplo, Fuente de las cabras). En el valle de Jálama, en Cáceres, los nombres de las calles están en fala o valverdeiro (declarado Bien de Interés Cultural por la Junta de Extremadura), mezcla de portugués y extremeño.
Por contra, en Asturias, la famosa «ley de uso» vela porque la toponimia mayor y menor del Principado esté en asturiano, algo que no siempre se respeta y que ha llevado la polémica hasta algunos concejos. La lucha por la cooficialidad sigue en la región.
En León no hay ningún plan, ninguna ley. Sólo el gallego está protegido. El leonés, siquiera en forma de toponimia, continúa despreciado e ignorado. Ni las raíces ni la cultura propia parecen interesar a nadie, menos aún a nuestros gobernantes desde la impasible Valladolid.
Entre Lleón y Llión, la antigua ciudad de «Llegione»
Aunque todo el mundo conozca la capital de la región como León, igual que el felino del mismo nombre, alguna polémica ha levantado su versión en asturleonés, que algunos escriben Lleón y otros Llión. Los defensores de la lengua argumentan no sólo que la palatalización (una ele que se transforma en elle) es fenómeno habitual en este idioma (llibru, llevantar, allegría, llamazar), sino que existen también algunas pruebas escritas de tales formas. Así, en documentos medievales pueden leerse variantes romanceadas y palatalizadas del tipo Llegione, según anota el profesor Sánchez Badiola en su obra Las armas del Reino.
Caitano Bardón, en sus Cuentos en dialecto leonés, habla de Lión; pero Amando Álvarez Cabeza, en su Vocabulario de la Cepeda, incluye las dos acepciones, Llión y Lión, tanto como ciudad y como animal. En Sanabria también se han recogido las formas Llión y Lliyón. El gran poeta asturiano Fernán Coronas, Padre Galo, escribió, dirigiéndose a su amigo Casimiro Cienfuegos: «L’outru día en llionés/ dixiste cousas de preciu,/ muitu bien emprincipiaras/ a usar el falaxe nuesu./»
Dejando a un lado estas disputas filológicas y lingüísticas, lo que está claro es que esta tierra es especialmente rica en lo que a dominios lingüísticos se refiere, y que esa riqueza debería también poder transformarse en riqueza social y económica. Más encuentros, más jornadas, más labor literaria, un mayor uso, quizá simbólico, quizá poético, del leonés como seña de identidad abierta, enraizada y sin matiz político alguno.
LOS PUEBLOS LEONESES
De la Cruz de Fierro y los pueblos con varios nombres
¿Por qué las guías llaman «de ferro» a la cruz del monte Irago si la filología, los paisanos del lugar y escritores y novelistas como Gil y Carrasco le llaman «de fierro»? ¿Por qué los carteles de los pueblos no aparecen rotulados con sus nombres autóctonos cuando éstos se conservan? He aquí la historia de los Barxas, Llouxadiella, La Veiga o Villabaltere
No es tan curioso como podría parecer en un principio. El hecho de que hoy en día se hayan modificado diversos nombres de pueblos y paisajes que durante cientos de años permanecieron más o menos inalterables se puede deber a múltiples causas. Lo que ya resulta más raro es que un lugar ?emblemático de León? que hasta hace muy poco (y aún hoy) contaba y cuenta con una denominación propia, tradicional, específica, sea conocido en los medios de comunicación y por el gran público, por otra.
Es el caso de la Cruz de Fierro, un caso que resulta paradigmático de algunos cambios y vacilaciones que se dan en nuestra región a la hora de nombrar topónimos que pueden resultar problemáticos (la toponimia es la ciencia que estudia los nombres de lugar).
En las más de las guías, en el habla ciudadana y en el mismo cartel situado junto a la cruz y la ermita, el término empleado es Cruz de Ferro. Riadas de peregrinos que pasan por este punto cargado de simbolismo en lo alto del monte Irago leen, aprenden este nombre y lo divulgan a los cuatro vientos. Es difícil olvidar este lugar. A la cruz le otorga personalidad y carácter el ser hito singular entre el Bierzo y Maragatos, faro de comarcas y curiosidad antropológica por la costumbre extendida entre los peregrinos de tirar en su base, vuelto de espaldas al mástil, una piedra traída desde el lugar de procedencia, y que algunos relacionan con prácticas célticas. Lógicamente, sorprende ese ferro, hierro en todo el dominio lingüístico galaico-portugués, un dominio que no comienza hasta bastantes más kilómetros hacia el Oeste, pasando el río Cúa.
El nombre que le corresponde es el de la palabra en la lengua tradicional de la zona en que se ubica esta peculiar cruz de Santiago hincada en un alto poste, la misma del Alto Bierzo, Maragatos, Cepeda..., esto es, la lengua leonesa. O sea, fierro, fierru.
Siguiendo las pistas
Los paisanos de la zona le llaman Cruz de Fierro. Y no sólo eso. Insignes autores de nuestra tierra como el historiador astorgano José María Luengo o el novelista berciano Enrique Gil y Carrasco también la denominan así. El periódico local El Faro la suele nombrar correctamente y han aparecido reseñas bajo esta forma también en El País. Luengo, en la revista de la Casa de León en Madrid, escribe:
«Que en tiempos celtíberos estuvo la Maragatería poblada es indudable, baste para ello citar los castros de esta época, sitos en Castrillo de los Polvazares, Santa Catalina, Pedredo de Somoza, Quintanilla, etcétera, y el notable monte de Mercurio de la Cruz de Fierro, a la vez del conocimiento que existe de ser el Monte Irago, cercano a Foncebadón, uno de los lugares sacros de los astures». Enrique Gil y Carrasco, en su recordado Bosquejo de un viaje a una provincia del interior, anota: «La vertiente oriental de las montañas forma contraste por su desnudez con los campos y colinas de El Bierzo, pero desde la Cruz de Fierro, punto culminante de aquellas alturas, se disfruta de una vista agradable y un horizonte muy extenso».
El famoso y sorprendentemente exhaustivo Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar, editado por Pascual Madoz (Madrid, 1845-1850), herramienta imprescindible para el investigador ya desde su misma publicación, proporciona estas sabrosas notas: «Cruz de Fierro: límite divisorio entre la antigua provincia del Vierzo y el resto del reino de León, y en el día, de los partidos judiciales de Ponferrada y Astorga: es una cruz de hierro colocada en una vigueta alta entre los pueblos de Foncebadón y Manjarín, y empotrada en un inmenso montón de piedras, que se aumenta cada día, porque es raro el viajero que pasa y no arroja a él una piedra. Está situada en lo más alto del puerto de Foncebadón, en el camino provincial carretero que de Astorga va a Galicia por Ponferrada».
Entonces, si tenemos la seguridad de que hasta nuestros días se ha venido diciendo fierro, ¿por qué se ha popularizado tanto la otra forma?
José Ramón Morala, catedrático de Lengua Española en la Universidad de León, asegura que la causa de esta modificación hay que buscarla en las «guías de viajes» y en el hecho de que los autores de este tipo de publicaciones «en este país se copian unos a otros». Cruz de Ferro es una denominación «libresca», dice. Hoy en día se «aprende de las guías», como se puede «aprender una lengua de manera artificial, por un libro, sin saber si verdaderamente esa lengua responde a una realidad», argumenta Morala. «La evolución natural de la palabra, en León, es fierro, del latín ferrum, que en castellano dio hierro y en Galicia ?y el Bierzo en la zona de Villafranca?, dio ferro».
«Desde el punto de vista lógico y filológico, la palabra es fierro ?asegura?. La otra no tiene sentido». En cuanto a cómo llaman a la cruz la gente de la zona, recuerda el veterano profesor de Palanquinos haber hecho el Camino de Santiago a principios de los años ochenta y haber pernoctado una noche en el pueblo maragato de El Ganso. Allí hablaron con una señora que les dijo: «Desde aquí se ve perfectamente la Cruz de Fierro». Otros conocidos suyos del vecino San Martín de Agostedo también conocen de esa manera al familiar mirador.
Al parecer, el continuo e intenso trasiego de población gallega que se dirigía a las llanuras de Castilla para segar o comerciar (poco se detenían en la región leonesa) popularizó el nombre de Cruz de Ferro en aquellas tierras; y tantos viajes hacían que aquello quedó como una señal inequívoca para ellos, la constatación de que ya quedaba menos para su casa. Probablemente, el hecho de que fuera el contigente más asiduo que transitara estas tierras acabó por bautizar a la cruz con un nombre galaico. Después, sólo bastó que alguien incluyera tal nombre en una guía para viajeros y que la bola de nieve siguiera su curso.
Ésta sería, a grandes rasgos, el origen del nombre «libresco» y algo cultista de ferro, que, hoy por hoy, es el más extendido. El profesor José Ramón Morala, a petición del alcalde de Santa Colomba de Somoza, había redactado un informe sobre el auténtico nombre de la cruz, y también le pidió al regidor maragato que, para ser fieles a la verdad, el cartel situado en sus cercanías mostrara el nombre de este histórico fito en gallego, en leonés, en inglés y en francés. Hoy por hoy, el nombre fierro está ausente de ese indicador y Morala no tiene noticia de aquel informe que enviara a Santa Colomba.
Puede hacerse también otra lectura de este hecho, y es la que pasa por un comportamiento bien conocido entre los estudiosos del leonés: no es otro que la «ocultación» de los nombres, topónimos y otros aspectos de esta lengua, dada su falta de prestigio ante el hablante y ante la sociedad. Se trata de un fenónemo que ha sido común a las lenguas minoritarias de prácticamente todos los países del mundo. Una amplia serie de lugares comunes y de ejemplos literarios nos muestran que quienes empleban el gallego, el catalán, el vasco, el gascón o el bretón eran tildados de palurdos, pueblerinos e ignorantes.
Así también pasa hoy con el leonés y sus variantes. Y pasaba con el gallego, por supuesto, hasta que su reciente proceso de cooficialización ha comenzado a hacerle recuperar el prestigio que perdió a partir de la Edad Media. En esta comunidad autónoma, además, se da la curiosa paradoja de que sólo el idioma gallego hablado en la franja oeste del Bierzo está reconocido, mientras que el leonés no lo está, situándose por tanto aquella lengua en una posición de privilegio respecto a ésta.
Los pueblos y sus nombres
En enero del 2004, dos asociaciones en defensa de las lenguas leonesa y gallega pedían la cooficialidad de estos dos idiomas en la provincia y la rotulación bilingüe en los pueblos en los que se emplearan suficientemente. Esta reclamación fue desatendida por el gobierno autonómico, cuyas Cortes, no obstante, llegaron a aprobar una absurda ley por la que la rotulación de las poblaciones «sólo puede hacerse en castellano» (¿quiere decir esto que las que se llaman Santa Colomba han de cambiarse por Santa Paloma, Forna ha de pasar a ser Horna, Tejadinos será Tejaditos?). La Junta parece desconocer el hecho de que el origen de la mayor parte de los nombres de nuestras localidades hay que buscarlos, obviamente, en el romance leonés.
Conviene, por tanto, hacer llamar la atención sobre el hecho de que muchos pueblos de nuestra región cuentan con «varios» nombres, dado que algunos han sido castellanizados y no se correspoden con la denominación autóctona.
Nombramos aquí en primer lugar las acepciones tradicionales de varias localidades de las dos comarcas en las que el leonés se halla más vivo socialmente (La Cabrera, el Alto Sil, Laciana y Babia), siguiendo las obras de dos insignes estudiosos de este dominio lingüístico: Concha Casado (El habla de la Cabrera Alta) y Guzmán Álvarez (El habla de Babia y Laciana).
En Cabrera (Cabreira), algunos nombres tradicionales hoy día aún usados por sus habitantes son Quintaniella (Quintanilla), Valdaviéu (Valdavido), Trueitas (Truchas), Trueitiellas (Truchillas), Ñugare (Nogar), Robléu de Llouxada (Robledo de Losada), Santa Olalla de Cabreira (Santa Eulalia de Cabrera), Castrufenoyu (Castrohinojo), Encinéu (Encinedo), Ambasauguas (Ambasaguas), Llouxadiella (Losadilla) o Lla Baña (La Baña).
En la montaña occidental (Altu Sil, L.laciana, Babia) a muchos kilómetros de la Cabrera pero hermanadas ambas por su aislamiento y por haber conservado más fielmente los rasgos de nuestro idioma, están, por poner sólo algunos ejemplos, L?Escobiu, Páramu, Sousañe, Valdepráu, Teixéu, Cagual.les d'Arriba y d'Abaxu, Oural.lu, Vil.lablinu, Sousas, L.lumaxu, Meiróy, La Veiga de Viechos, Quintaniel.la, Cacabiel.lu, L.láu, Queixiu, Cabril.lanes, La Maxuga, Santu Michanu, Vil.lasecinu...
(Con la grafía ll con dos puntos debajo, o l.l, se indica el sonido de la che vaqueira, una ch pronunciada pegando la punta de la lengua al paladar. Este sonido, muy típico de la zona, se representaba antes con una ts Tsaciana).
El extremo atlántico
Estos ejemplos ofrecidos por dos autoridades sobre el tema son bastante representativos del caso leonés o asturleonés, como se quiera llamar. En cuanto al área lingüística gallega, podemos citar todo el área oeste de la comarca berciana. Aquí tenemos Trabadelo, Pradela, A Portela de Valcarce, San Fiz do Seo, Veiga de Valcarce, As Ferrerías, Barxelas, A Braña, A Faba, San Xulián, Paraxís, Canteixeira, Castañeiras, Ruideferros, Vilariños, A Treita, O Castro, Lamagrande, Arnadelo, A Veigueliña, Paradiña, Barxas, Veiga do Seo, Mosteiros, Portela de Aguiar, Xestoso, Horta... y tantos otros pueblos y aldeas de los valles del Valcarce, Burbia, Selmo, Cúa y Sil.
Sin embargo, no debemos olvidar que pocas veces se encuentra el investigador ante fronteras precisas, y así, los dominios lingüísticos leonés y gallego se hermanan amistosamente, mezclándose en torno a zonas mixtas. Es por ello que en lugares de habla gallega se encuentra también abundante toponiminia leonesa (Pumarín, Soutín).
En cuanto a los nombres en leonés, antes ofrecimos un pequeño feixe de nombres de los más empleados hasta hoy o hasta hace bien poco, y nombrados en dos obras de referencia; pero en las zonas en las que, de forma algo más «deshilachada» se conserva la lengua, tenemos muchos otros ejemplos: en Omaña, el valle de la Llomba ?en los mapas pone Lomba? (llombu es lomo, otero, y Llombera está en la montaña central), L'Ariego (en los mapas, Ariego), Boniella (castellanizado como Bonella), Formigones, Sosas del Cumbral, Sabugo (sabugo es saúco en leonés), Barrio de la Puente (no del Puente), Fasgare (así se pronuncia Fasgar), Senra (en castellano sería Serna), Cirujales (cirujal, ceruxal, es ciruelo), Formigones, Murias (una muria es una pared baja de piedras empleada para dividir los praos), La Urz (urz es el nombre en leonés del brezo), etc...
Como vemos, titubeando o no con las grafías y las formas, lo cierto es que los nombres con los que conocemos la mayor parte de nuestras entidades de población, villas, aldeas y lugares ?tan abundantes? conservan y ostentan su raíz lingüística leonesa. Antes mencionábamos las muchas Santas Colombas, pero no olvidemos nuestro tan querido sufijo -ín, -ino; y ahí están las Veguellinas, Villarín, Garfín, Villamondrín, Toralino, Valverdín, Tejerina... en el centro del Bierzo hay nombres deliciosamente leoneses como La Malladina, Cubillinos y Posadina, y, junto a Ponferrada, otro con un sufijo bien leonés, Campiello.
También están los Folloso, Folledo y Fojedo, lugares boscosos, abundantes en hojas (fueyas), los Requejos o requeixos (rincones), el Tendal (cuerda para tender la ropa), los abundantísimos Ferreras y Ferreros (herreros), las Devesas (dehesas), los lugares húmedos o pantanosos, que en leonés son llamas o llamazares (Llamazares, Llamas de la Ribera o de Laciana), los que hacen fusos (en castellano, huso) en Quintana de Fuseros, o los lugares abundantes en hinojo (Finolledo, Valle de Finolledo) o en helechos, felechos (Felechares de la Valdería, Felechas). Sin olvidar las chana y chanas (llanos, llanuras altas), como La Chana, Matachana o Chana de Somoza.
Desde Molinaferrera a Prada de Valdeón, desde Ferradillo y Busnadiego al Truébano de Babia (truébano es el tronco hueco que sirve de colmena) y el Truébano junto al Cea, desde Oseya de Sayambre a Fresnellino, Villabalter(e) y el valle de las mimbres (Valdevimbre), todo paseo a través de la toponimia leonesa es un viaje apasionante a través de la lengua, la historia y la cultura de nuestra región.
Hay que tener en cuenta, además, que es en la toponimia donde queda «fijada» la lengua o el dominio lingüístico de un determinado territorio; formas que en el habla ordinaria desaparecieron o están en trance de desaparecer persisten aún durante mucho tiempo en los nombres de lugar. Y así, sobre los mapas ?los que son fieles a la toponimia real, no alterada? el territorio de León aparece plagado de nombres propios de enorme sugerencia. Ya en el mismo entorno de la capital nos atopamos con Las Forcas, La Chana o El Molín. Por todas partes de la provincia aparecen los Castros, los Janos y las Huergas; en su mismo centro, en Velilla de la Reina, está la plaza de la Veiga, y, a medida que uno avanza hacia el norte y el oeste surgen Bustiellos, Regueras y Regueiros, Castiellos, Foces Escuras, Sebes, Piedrafitas y Brañas.
En particular, los montes y picos suelen ser especialmente hermosos y significativos, y así tenemos el airoso Nevadín, los majestuosos Muxavén y Cornón, el gran Catoute, el cepedano Pozo Fierro, la Sierra Filera o el Llambrión de Picos, donde no olvidemos que esa que los libros llaman Peña Santa de Castilla no es otra que la conocida por los paisanos del lugar, simplemente, como Torre Santa.
La gestión de la toponimia: un arte desconocido en la región leonesa
Cuando existe una riqueza constatable en los nombres de lugar, una serie de denominaciones propias y tradicionales, muchas comunidades autónomas han optado por hacer éstas visibles a través de indicadores y carteles. De manera bilingüe o monolingüe, las comunidades con lengua cooficial ya muestran todos, o la mayoría de sus topónimos, en el idioma local respectivo.
A nosotros los leoneses nos interesan más aquellas regiones en las que existe una mayor variedad, o una desprotección legal de dimensiones variables con respecto al dominio lingüístico. Por ejemplo, la juiciosa Navarra, otro viejo reino que debería ser, en tantas cosas, ejemplo para León, ha delimitado su territorio en tres zonas. Aunque el euskera es cooficial en esta comunidad foral, las tres zonas son espejo de la realidad idiomática: un Norte donde se habla (o se ha hablado tradicionalmente) el euskera, y en el que la rotulación se ha realizado en esta lengua; una Zona Media en la que conviven ambas en una suerte de bilingüismo tipográfico, y una Ribera del Ebro por completo castellanoparlante.
En Cantabria, donde el dominio lingüístico asturleonés también se haya muy fragmentado y reducido básicamente al léxico y la toponimia, su gobierno regional ha optado por indicar, junto a las carreteras, los nombres de arroyos, peñas y praderas cercanas, en la convicción de que son también índice de la identidad y la cultura popular de esta tierra. Los Sejos o el Jitu aparecen así ante los ojos de todos los viajeros. La variante oriental de nuestro mismo dominio lingüístico, que es la hablada en esa región, no es oficial, aunque algunos grupos pugnan porque así sea.
En Miranda do Douro, su lhengua, también variante del leonés, es cooficial con el portugués. Las placas de las calles y los carteles indicadores de los pueblos están escritos en los dos idiomas.
En Aragón, la fabla no es cooficial, pero se enseña opcionalmente en algunos colegios. Por el momento, lo único que existe son rotulaciones de toponimia menor tales como arroyos, puentes, etc. (Fuen d’as crabas, por ejemplo, Fuente de las cabras). En el valle de Jálama, en Cáceres, los nombres de las calles están en fala o valverdeiro (declarado Bien de Interés Cultural por la Junta de Extremadura), mezcla de portugués y extremeño.
Por contra, en Asturias, la famosa «ley de uso» vela porque la toponimia mayor y menor del Principado esté en asturiano, algo que no siempre se respeta y que ha llevado la polémica hasta algunos concejos. La lucha por la cooficialidad sigue en la región.
En León no hay ningún plan, ninguna ley. Sólo el gallego está protegido. El leonés, siquiera en forma de toponimia, continúa despreciado e ignorado. Ni las raíces ni la cultura propia parecen interesar a nadie, menos aún a nuestros gobernantes desde la impasible Valladolid.
Entre Lleón y Llión, la antigua ciudad de «Llegione»
Aunque todo el mundo conozca la capital de la región como León, igual que el felino del mismo nombre, alguna polémica ha levantado su versión en asturleonés, que algunos escriben Lleón y otros Llión. Los defensores de la lengua argumentan no sólo que la palatalización (una ele que se transforma en elle) es fenómeno habitual en este idioma (llibru, llevantar, allegría, llamazar), sino que existen también algunas pruebas escritas de tales formas. Así, en documentos medievales pueden leerse variantes romanceadas y palatalizadas del tipo Llegione, según anota el profesor Sánchez Badiola en su obra Las armas del Reino.
Caitano Bardón, en sus Cuentos en dialecto leonés, habla de Lión; pero Amando Álvarez Cabeza, en su Vocabulario de la Cepeda, incluye las dos acepciones, Llión y Lión, tanto como ciudad y como animal. En Sanabria también se han recogido las formas Llión y Lliyón. El gran poeta asturiano Fernán Coronas, Padre Galo, escribió, dirigiéndose a su amigo Casimiro Cienfuegos: «L’outru día en llionés/ dixiste cousas de preciu,/ muitu bien emprincipiaras/ a usar el falaxe nuesu./»
Dejando a un lado estas disputas filológicas y lingüísticas, lo que está claro es que esta tierra es especialmente rica en lo que a dominios lingüísticos se refiere, y que esa riqueza debería también poder transformarse en riqueza social y económica. Más encuentros, más jornadas, más labor literaria, un mayor uso, quizá simbólico, quizá poético, del leonés como seña de identidad abierta, enraizada y sin matiz político alguno.
1 Comments:
Articulo, muy bien enfocado y pena de sociedad adormecida a la que le vale todo.
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