Tecnología popular
Mas, el trabajo no fue sólo agrícola y ganadero. El sostenimiento del sistema productivo necesitaba de otras actividades complementarias que representaban una necesidad y un nuevo esfuerzo. Construir molinos, batanes, bodegas, palomares y lecherías, comportó otra dimensión social y económica en el aprovechamiento de todos los recursos que se tenían al alcance. Social, porque los molinos harineros gozaban de distintos tipos de propiedad: de varios vecinos, del concejo o particular. En los dos primeros casos se repartía el uso por turnos medidos en horas o días de molienda, que podían ser heredados o enajenados. Los molinos privados cobraban por su uso, la maquila, a la que añadían el espolvoreo, es decir, el polvo de harina que se desprendía en la molturación.
Igual que los molinos harineros, los batanes o pisones utilizaron energía hidráulica para mover su maquinaria. Muy pocos son los que se han conservado, desde el momento que el enfurtido o apelmazado de los tejidos hechos con lana, comenzó a realizarse de una forma industrial. Esta tecnología tradicional se convirtió, entonces, a lo largo de este siglo, en una inutilidad, cuya mecánica sólo hoy se valora por el interés que tiene como ejemplo de la capacidad técnica del hombre.
Los molinos de linaza, frecuentes en el Páramo, eran un mundo aparte. No eran movidos por agua sino por caballerías. Su existencia se debe al abundante cultivo del lino, necesario para obtener de él, fibras con las que confeccionar lienzos. La grana sobrante se molía con unos rodillos semejantes a los empleados en las almazaras, con los que se obtenía aceite de linaza y unas tortas formadas con los restos, aprovechadas para alimento de los animales o para curar algún catarro de pecho.
Las lecherías, creadas a partir de la iniciativa de Francisco Fernández Blanco de Sierra Pambley en los años iniciales del siglo, se fundamentaron en pequeñas asociaciones de ganaderos, al objeto de obtener un mayor aprovechamiento de los recursos lácteos. Se construyeron en las comarcas de Omaña, Babia y Laciana, para elaborar mecánicamente mantequilla, repartiéndose los beneficios de forma proporcional entre los socios. En otras zonas de la provincia, como en la montaña oriental, se instauraron las Juntas de Fomento Pecuario que, desde 1933, intentaron inculcar un cooperativismo del que nacieron pequeñas fabricas lácteas, arrumbadas por la Guerra Civil de 1936.
En cuanto a las bodegas y los palomares, son construcciones de propiedad privada, dominantes, unas, en zonas tradi-cionalmente vinícolas, y otras, en áreas de la meseta donde era abundante el cultivo de cereales. Esto no quiere decir que faltasen en otras comarcas, si bien, las bodegas estuvieron circunscritas, por razones obvias, a pueblos cuya extensión de viñedo era lo suficiente como para afrontar una obra de esas características. Se construían en terraplenes cavando la tierra arcillosa hasta formar una cueva; bajo las propias viviendas, tal como se hace en Tierra de Campos; en estancia contigua a la casa o en edificio aparte. Muchas de las existentes en León se hicieron a partir del siglo XVIII, a consecuencia de un aumento de la venta de vino fuera de las fronteras hispanas. De esta manera, los ribazos próximos a los pueblos se llenaron de oquedades y tesos con sus zarceras, en cuyas galerías abovedadas y nichos, se montaron ia viga y su castillo, el lagar y la lagareta, y los huecos para colocar cubas, bocoyes, toneles y tinajas. Esto evidencia que el cultivo de la vid contribuía a la realización de otras múltiples tareas agrícolas y de tratamiento de los mostos, así como de la conservación de la bodega y de sus recipientes. Indirectamente, también tenía aparejada otras artesanías que desarrollaban los toneleros, cuberos, carpinteros e, incluso, los alfareros.
Los palomares, símbolo de riqueza desde época medieval, exigían la reparación de los posibles desperfectos de la construcción, y el cuidado de las palomas y pichones, especialmente durante el invierno.
Si la actividad agrícola y ganadera ha sido la fuente tradicional de producción de la provincia, también en torno a ellas se desarrollaba una artesanía, muchas veces casera, que cubría las necesidades inmediatas de ambas dedicaciones: textiles, aperos de madera, cestería, herrería, carrería, guarnicionería... Textiles, en la medida que se hacían alforjas, quilmas, sacos..., en pequeños telares; aperos de madera, que tallaban los montañeses durante el invierno, para luego vender o cambiar por grano, aceite, azúcar, en Tierra de Campos; cestería, que supuso el tejido de cestos, escriños, carriegos, talegas...; trabajos de forja, con los que se preparaban rejas de arados, herraduras, machetas, azadas, azadones, hoces, guadañas, hachas, cuchillos, horcas...; carrería, en razón de la construcción de los diversos tipos de carros; guarnicionería, para componer todos los arreos de los animales, precisos para transportar y realizar los trabajos del campo. En conclusión, un mundo laboral de actividad indirecta, que asistía y articulaba un amplio mercado.
Usualmente, gran parte de la arquitectura tradicional en esta provincia ha adolecido de una buena construcción. Levantada la mayoría de las veces por los mismos interesados, seguían la tradición en cuanto a la técnica constructiva, con muy pocas mejoras. Por tal motivo, cuando se hace una valoración de la misma, sea cual fuere la época, las conclusiones no son muy alentadoras. Las condiciones de habitabilidad, tampoco eran muy buenas. Precarias fueron las de la arquitectura de techo (pallozas en occidente) de las zonas muy serranas (Bierzo, Fornela, Ancares, Laciana, Omaña, Cabrera, Cepeda), cuyas viviendas más primitivas compartían el espacio de animales y personas. La construcción era endeble, con cubiertas de cuelmo, habituales en pajares y establos. Luego, la teja y la pizarra irían imponiéndose como remedio a una menos costosa conservación y a los incendios de las cubiertas. La mejoría se debió a un mayor poder adquisitivo y a una evolución de la propia casa tradicional, a medida que el número de miembros por cada familia crecía y la capacidad productiva aumentaba.
La teja, el adobe y el tapial predominaron al sur de León. La pizarra y la cantería son características de las zonas de montaña y área occidental, originando un particular aspecto en cuanto a formas, colores y texturas, del paisaje arquitectónico.
La casa tradicional, vernácula o la más reciente, resultaba ser una edificación práctica, integrada y adaptada a los medios de producción, algunas con rasgos que las identificaban con determinados oficios, como la casa arriera de Maragatería. Sus espacios se distribuían según la necesidad y siempre con un sentido hipocéntrico, en el que se resguardaba la intimidad de la familia y se almacenaban las cosechas para subsistir en el largo invierno leonés, de frío, hielo y nieve.
La estancia principal era la cocina. En ella se pasaba gran parte del día, cobijados al calor del llar, de la hornilla o de las cocinas de hierro. Alacenas, escaños, escañetas, tajuelas o bancos corridos en torno a una mesa, componían el mobiliario. El resto de la dependencia, aparte de los dormitorios, correspondía al horno, paneras, patateras, bodega, cortes, pajares, gallinero y cochineras, distribuidas en el espacio general de la casa, mediando un corral al que al que también se accedía por un portalón donde se daba cobijo al carro y a los aperos.
La penumbra de la noche se vencía con ramas de urz secas, conocidas por aguzos, congarametas (llamadas así en la comarca de los Argüellos, a las plantas de helecho impregnadas de aceite), con velas de sebo y cera, con velones y con candiles y faroles de aceite de linaza o de lucilina (petróleo). Luego habrían de emplearse lámparas de carburo y lámparas mineras de aceite. Para el exterior se utilizaban fachas o fachizos (manojos de paja), teas de resina en la zona de Lillo, y faroles que, por estar protegidos con cristales, evitaba que se apagase la llama por las ráfagas de viento. La luz eléctrica llegó en torno a los años 20, suministrada desde pequeñas centrales montadas en los molinos de agua. Una luz que se recuerda gráficamente, como un tenue hilo que a la mínima circunstancia e inclemencia, desaparecía.
Para la mejora de esta arquitectura, surgió en 1964 un Patronato de gestión, llamado "Francisco Franco", para la mejora de la vivienda rural en la provincia de León, dependiente de ¡a Jefatura Provincial del Movimiento y gestionado por el departamento de Acción Política Local. Desconocemos la eficacia de la medida, aunque, aparentemente, cumplía sus funciones propagandísticas y ególatras.
En el conjunto de la arquitectura popular leonesa que se distribuye desde oriente a occidente de la cordillera, todavía se conserva una construcción de especial interés y significación: los hórreos. Su presencia más meridional alcanza los límites de Crémenes, Boñar, Vivero -en Omaña- y comarca de Laciana, formando una línea horizontal que actúa de divisoria. Un tipo de hórreo vinculado a la tipología asturiana, cuyos ejemplares más primitivos estuvieron cubiertos de paja.
Igual que los molinos harineros, los batanes o pisones utilizaron energía hidráulica para mover su maquinaria. Muy pocos son los que se han conservado, desde el momento que el enfurtido o apelmazado de los tejidos hechos con lana, comenzó a realizarse de una forma industrial. Esta tecnología tradicional se convirtió, entonces, a lo largo de este siglo, en una inutilidad, cuya mecánica sólo hoy se valora por el interés que tiene como ejemplo de la capacidad técnica del hombre.
Los molinos de linaza, frecuentes en el Páramo, eran un mundo aparte. No eran movidos por agua sino por caballerías. Su existencia se debe al abundante cultivo del lino, necesario para obtener de él, fibras con las que confeccionar lienzos. La grana sobrante se molía con unos rodillos semejantes a los empleados en las almazaras, con los que se obtenía aceite de linaza y unas tortas formadas con los restos, aprovechadas para alimento de los animales o para curar algún catarro de pecho.
Las lecherías, creadas a partir de la iniciativa de Francisco Fernández Blanco de Sierra Pambley en los años iniciales del siglo, se fundamentaron en pequeñas asociaciones de ganaderos, al objeto de obtener un mayor aprovechamiento de los recursos lácteos. Se construyeron en las comarcas de Omaña, Babia y Laciana, para elaborar mecánicamente mantequilla, repartiéndose los beneficios de forma proporcional entre los socios. En otras zonas de la provincia, como en la montaña oriental, se instauraron las Juntas de Fomento Pecuario que, desde 1933, intentaron inculcar un cooperativismo del que nacieron pequeñas fabricas lácteas, arrumbadas por la Guerra Civil de 1936.
En cuanto a las bodegas y los palomares, son construcciones de propiedad privada, dominantes, unas, en zonas tradi-cionalmente vinícolas, y otras, en áreas de la meseta donde era abundante el cultivo de cereales. Esto no quiere decir que faltasen en otras comarcas, si bien, las bodegas estuvieron circunscritas, por razones obvias, a pueblos cuya extensión de viñedo era lo suficiente como para afrontar una obra de esas características. Se construían en terraplenes cavando la tierra arcillosa hasta formar una cueva; bajo las propias viviendas, tal como se hace en Tierra de Campos; en estancia contigua a la casa o en edificio aparte. Muchas de las existentes en León se hicieron a partir del siglo XVIII, a consecuencia de un aumento de la venta de vino fuera de las fronteras hispanas. De esta manera, los ribazos próximos a los pueblos se llenaron de oquedades y tesos con sus zarceras, en cuyas galerías abovedadas y nichos, se montaron ia viga y su castillo, el lagar y la lagareta, y los huecos para colocar cubas, bocoyes, toneles y tinajas. Esto evidencia que el cultivo de la vid contribuía a la realización de otras múltiples tareas agrícolas y de tratamiento de los mostos, así como de la conservación de la bodega y de sus recipientes. Indirectamente, también tenía aparejada otras artesanías que desarrollaban los toneleros, cuberos, carpinteros e, incluso, los alfareros.
Los palomares, símbolo de riqueza desde época medieval, exigían la reparación de los posibles desperfectos de la construcción, y el cuidado de las palomas y pichones, especialmente durante el invierno.
Si la actividad agrícola y ganadera ha sido la fuente tradicional de producción de la provincia, también en torno a ellas se desarrollaba una artesanía, muchas veces casera, que cubría las necesidades inmediatas de ambas dedicaciones: textiles, aperos de madera, cestería, herrería, carrería, guarnicionería... Textiles, en la medida que se hacían alforjas, quilmas, sacos..., en pequeños telares; aperos de madera, que tallaban los montañeses durante el invierno, para luego vender o cambiar por grano, aceite, azúcar, en Tierra de Campos; cestería, que supuso el tejido de cestos, escriños, carriegos, talegas...; trabajos de forja, con los que se preparaban rejas de arados, herraduras, machetas, azadas, azadones, hoces, guadañas, hachas, cuchillos, horcas...; carrería, en razón de la construcción de los diversos tipos de carros; guarnicionería, para componer todos los arreos de los animales, precisos para transportar y realizar los trabajos del campo. En conclusión, un mundo laboral de actividad indirecta, que asistía y articulaba un amplio mercado.
Usualmente, gran parte de la arquitectura tradicional en esta provincia ha adolecido de una buena construcción. Levantada la mayoría de las veces por los mismos interesados, seguían la tradición en cuanto a la técnica constructiva, con muy pocas mejoras. Por tal motivo, cuando se hace una valoración de la misma, sea cual fuere la época, las conclusiones no son muy alentadoras. Las condiciones de habitabilidad, tampoco eran muy buenas. Precarias fueron las de la arquitectura de techo (pallozas en occidente) de las zonas muy serranas (Bierzo, Fornela, Ancares, Laciana, Omaña, Cabrera, Cepeda), cuyas viviendas más primitivas compartían el espacio de animales y personas. La construcción era endeble, con cubiertas de cuelmo, habituales en pajares y establos. Luego, la teja y la pizarra irían imponiéndose como remedio a una menos costosa conservación y a los incendios de las cubiertas. La mejoría se debió a un mayor poder adquisitivo y a una evolución de la propia casa tradicional, a medida que el número de miembros por cada familia crecía y la capacidad productiva aumentaba.
La teja, el adobe y el tapial predominaron al sur de León. La pizarra y la cantería son características de las zonas de montaña y área occidental, originando un particular aspecto en cuanto a formas, colores y texturas, del paisaje arquitectónico.
La casa tradicional, vernácula o la más reciente, resultaba ser una edificación práctica, integrada y adaptada a los medios de producción, algunas con rasgos que las identificaban con determinados oficios, como la casa arriera de Maragatería. Sus espacios se distribuían según la necesidad y siempre con un sentido hipocéntrico, en el que se resguardaba la intimidad de la familia y se almacenaban las cosechas para subsistir en el largo invierno leonés, de frío, hielo y nieve.
La estancia principal era la cocina. En ella se pasaba gran parte del día, cobijados al calor del llar, de la hornilla o de las cocinas de hierro. Alacenas, escaños, escañetas, tajuelas o bancos corridos en torno a una mesa, componían el mobiliario. El resto de la dependencia, aparte de los dormitorios, correspondía al horno, paneras, patateras, bodega, cortes, pajares, gallinero y cochineras, distribuidas en el espacio general de la casa, mediando un corral al que al que también se accedía por un portalón donde se daba cobijo al carro y a los aperos.
La penumbra de la noche se vencía con ramas de urz secas, conocidas por aguzos, congarametas (llamadas así en la comarca de los Argüellos, a las plantas de helecho impregnadas de aceite), con velas de sebo y cera, con velones y con candiles y faroles de aceite de linaza o de lucilina (petróleo). Luego habrían de emplearse lámparas de carburo y lámparas mineras de aceite. Para el exterior se utilizaban fachas o fachizos (manojos de paja), teas de resina en la zona de Lillo, y faroles que, por estar protegidos con cristales, evitaba que se apagase la llama por las ráfagas de viento. La luz eléctrica llegó en torno a los años 20, suministrada desde pequeñas centrales montadas en los molinos de agua. Una luz que se recuerda gráficamente, como un tenue hilo que a la mínima circunstancia e inclemencia, desaparecía.
Para la mejora de esta arquitectura, surgió en 1964 un Patronato de gestión, llamado "Francisco Franco", para la mejora de la vivienda rural en la provincia de León, dependiente de ¡a Jefatura Provincial del Movimiento y gestionado por el departamento de Acción Política Local. Desconocemos la eficacia de la medida, aunque, aparentemente, cumplía sus funciones propagandísticas y ególatras.
En el conjunto de la arquitectura popular leonesa que se distribuye desde oriente a occidente de la cordillera, todavía se conserva una construcción de especial interés y significación: los hórreos. Su presencia más meridional alcanza los límites de Crémenes, Boñar, Vivero -en Omaña- y comarca de Laciana, formando una línea horizontal que actúa de divisoria. Un tipo de hórreo vinculado a la tipología asturiana, cuyos ejemplares más primitivos estuvieron cubiertos de paja.
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