El Reino Olvidado

Este diario es la crónica de un país olvidado, el seguimiento de su huella histórica, cultural y artística en España y en Europa.

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Lugar: Bergidum, Asturia, Spain

ex gente susarrorum

viernes, agosto 25, 2006

La ajorca de la vaqueira en el lago covalancho

Mitos y leyendas de la tierra leonesa.

MATÍAS DÍEZ ALONSO.

Los vaqueiros de alzada.- Por los puertos leoneses que lindan sus campiñas con Asturias se desparramaban en otras épocas los vaqueiros de alzada habitando sus brañas de abril a noviembre. Desde Ventana a Leitariegos por La Mesa, Valvarán, Somiedo, por Torrestío, por la sierra del Rañadoiro, el cordal de La Mesa, Cangas de Narcea, todo era terreno vaqueiro. Todo con historia pequeña porque a los vaqueiros no les dejaron hacer la his­toria grande.

Los vaqueiros pertenecen a uno de esos pueblos que llaman «pueblos malditos» y que se hallan desparramados por muchos lugares de la piel española: como los pasiegos de Cantabria, los chuelas de Mallorca de origen judío, hay quien dice que también los maragatos de Astorga, los soliños de Pon­tevedra de Cangas de Morrazo, allá frente a Vigo, que se dicen hijos de los piratas normandos y de las meigas gallegas, los afiladores de Orense de la comarca del Ramuín que hablan un dialecto especial que llaman el barallete.

Los vaqueiros montaban los fuertes caballos asturcones y dos son las versiones que se sostienen sobre el origen de los vaqueiros: se les atribuye procedencia oriental, probablemente celta, traídos a nuestra península por los fenicios. Otra versión habla de unos prisioneros moros que trajo Alfonso I el Católico, yerno de Pelayo, hijo del duque Pedro de Cantabria, que reinó entre los años 739 y 756 y que convertidos en siervos y esclavos se sublevaron en el reinado de Aurelio el año 770 y huyendo del castigo abandonaron las poblaciones ocultándose en lo más áspero de las montañas y dando origen a este pueblo de los vaqueiros de alzada.

Para ellos la vaca y la oveja eran algo sagrado. De ellas obtenían leche, manteca, queso, lana, carne y piel, cubriendo así sus necesidades en una economía cerrada. Lo que les faltaba lo obtenían del hierro y por las laderas situaban sus ferrerías.

Además, velaban sus secretos y los poblaban de mitos y supersticiones con el ánimo de que no se les apoderasen de sus tesoros férricos.

Se hallaban tan discriminados socialmente que, a ejemplo, en la iglesia de San Martín de Luiña existió una viga con una inscripción, que decía: «de aquí no pasen a oír misa los vaqueiros» y en el cementerio se les reservaba un lugar para vaqueiros y forasteros.

Los vaqueiros tenían prohibido por etnia trabar amoríos con los xaldos puros, con los labriegos y ganaderos asturianos. Ni al vaqueiro se le per­mitía enamorar a una xalda ni se le ocurriera a un xaldo enamorar a una vaqueira. Ya veremos la tragedia por quebrantar esta norma social.

Una excursión a tierras vaqueiras asturianas.- Coronando el puerto de Somiedo a 1486 metros toca bajar vertiginosamente entre curvas y verdor de praderías, fresnos, chopos y castaños. La carretera es de muy buen piso y muy señalizada.

A los tres kilómetros aparece en la ladera la aldea de La Peral con hermosa contemplación en su abundancia de brañas y a un kilómetro más de descenso se avistan las brañas de Tchamardal, lejanas de la cinta asfáltica. A la izquieda quedan las brañas de Llanuces. Es una delicia encontrar un día soleado en los puertos asturianos porque lo normal es que se encuentren cubiertos de niebla.

Cuatro kilómetros más abajo se emplaza Caunedo, que es una bonita aldea de casas remozadas y bellos hórreos de madera con poyos de piedra. Una casona de bella estampa muestra un escudo con haces de trigo, cruces y un león. Los ascendientes del patronímico Caunedo participaron des­tacadamente en la batalla de Las Navas de Tolosa en 1212.

En esta casona palaciega se escondió la Junta Superior de Armamento de Asturias, constituida en Luarca, obligada a huir por el avance del general francés Bonet, cuando la francesada. El edificio de las escuelas es muy bello, de piedra sillería; la iglesia es de pobrísima estampa.

Sumando dos kilómetros más en el descenso se llega a Gúa, de calles empinadas. Hay una casa de piedra labrada salpicados los muros de su torreta con cruces y círculos con hojas, que albergó el monasterio femenino del Císter, fundado por Fernando II de 1157 a 1188 y que Sancho de Miranda compró a las Bernardas en 1412, cediéndoles en beneficio un palacio de Aviles. Con otro par de kilómetros de descenso se mete ya el viajero en Pola de Somiedo, hermosa villa capitalidad del terreno vaqueiro.

La Pola vaqueira.- Pola de Somiedo es villa distinguida aunque muy pequeña. Está surtida de un par de restaurantes y una coqueta plaza con bonito edificio consisto­rial y casitas muy floridas y cuida­das. Es una villa limpia como un espejo.

La iglesia es de aspecto exterior humilde, del año 1736, bajo la advo­cación de San Pedro, en su interior es bella y con buena riqueza artística. La pradería es de las más bellas de Asturias y tuvo hasta un pequeño castillo de los Albas, aunque ya no quedan restos.

Lo que sí tiene es un gran palacio saliendo de la villa en dirección al valle de los lagos, el de los Flórez Estrada, de 1776. Flórez Estrada, uno de ellos fue un gran economista del siglo XIX condenado a muerte dos veces y expatriado las dos, en 1814 y 1823.

Pola de Somiedo envió sus varo­nes a luchar a las Navas de Tolosa. La cartela dice así:
«A Francia fue un caballero,
de los Flórez el primero,
y estando en casa real
sacó una doncella el guerrero,
de hermosura sin igual,
a la cual por ser tan bella
se la quisieron quitar
y él se puso a pelear
por defender la doncella,
que la supo bien guardar».

El ascenso desde Pola hasta Urría se las trae; es una prueba para volantistas, así como la de Valdorria en León, pero con una carretera muy buena aunque estrecha. En Urría hay dos hórreos preciosos con techo de escoba. Dejando el coche en Urría y subiendo una senda se llega con un kilómetro de andadura a una campa amplísima llena de brañas muy típicas y bonitas. Desde Urría la carretera es ya menos cuidada hasta Valle de Lago con una distancia de unos cinco kilómetros.

Los lagos de Somiedo.- Al entrar en el pueblo de Valle de Lago se ve un pequeño lago lleno de hierbajos que canalizado alimenta una central eléctrica en La Riera. En el siguiente barrio del pueblo, un kilómetro más allá, se encuentra la taberna de Lauterio con alberguería para mon­tañeros. Los fritos, casadielles, el pan de escanda, la cecina, todo colma el apetito del viajero, que por lo general llega con apetito.

La pradería es abundantísima, los riscos son imponentes y el arbolado de un hayedo majestuoso, todo ello conforma este paisaje sobrecogedor y de ensueño. Los vaqueiros de alzada saludan con educación que se palpa a flor de piel. Aquí se acabó ya la carretera y comienza un pedregoso camino apto tan sólo para vehículos todoterreno y motos de monte. Siete kilómetros median hasta el lago del Valle pasando por brañas dispersas. Si se inicia la subida por la senda superior luego se camina ya por senda horizontal.

El lago del Valle es de origen glaciar situado a 1.570 metros de altitud, tiene 23 hectáreas de superficie y 45 metros de profundidad, albergando en su vaso hasta dos millones y medio de metros cúbicos de agua; en su medio hay una isla con floresta. El paisaje es subyugador y por sus orillas muchos jóvenes de la más variada procedencia tienen instalados sus campamentos.

Desde el lago del Valle hay que caminar una hora para llegar a los lagos de Torrestío o de Saliencias, cuyo acceso es mucho más cómodo por Babia que por Asturias.

Torrestío, pueblo vaqueiro y babiano.- El topónimo Torre-estío evidencia una antigua instalación militar, torre de verano, por afluir allí, a Torrestío, vaqueiros de alzada y pastores trashumantes en busca de pastos. La torre se localizaba arruinada al sureste de la aldea. Estío es abreviación de tempus-aestium, que quiere decir estación veraniega.

Torrestío es hoy un lugar de paz y remanso enmarcado en un anfiteatro de montañas que
cierran un sugestivo valle por el que fluye el arroyuelo que kilómetros más abajo será tributario del Luna.

La leyenda de la que se hace eco el Padre Risco en su obra «España Sagrada», tomo XXXIV, página 49 y siguientes, sitúa en Torrestío los restos del santo Nathanael, uno de los varones apostólicos que predicaron el cristianismo en León, concretamente en la ciudad de Treuga, a cuarto y medio de legua de León, que luego se llamó Treugalio, Trevalio y hoy Trobajo del Camino. Allí permanecieron sus restos hasta el año 400, en que la irrupción de los suevos obligó a trasladarlos a lo interior de las montañas de León, donde los ocultaron en un pequeño pueblo llamado Torrestío. Hay otras versiones sobre el nombre de Trobajo, como de pro­cedencia judía, del judío Trebalio de la aljama de Puente Castro, dueño de grandes posesiones en Trobajo.

Torrestío es hoy un pueblo babiano con sólo cinco vecinos en el invierno, los restantes han bajado a tierras de la marina y no tornarán al pueblo hasta fines de la primavera con sus ganados y sus utensilios familiares, cumpliendo así la tradición vaqueira.

Desde Torrestío puede el viajero tomar dos rutas en sus excursiones: la que va a los lagos o la que va calcada sobre la antigua calzada romana y camino real a Asturias por el puerto de La Mesa.

Los lagos de Torrestío o de Saliencias.- El acceso es cómodo, dentro de la comodidad que puede ofrecer este terreno tan abrupto. Cuando se explotaban las minas de hierro cercanas al lago bajero se accedía bien por la pista de camiones, ahora el camino está más estropeado. Son cinco kilómetros de empinada cuesta hasta el puerto de Valvarán; allí bifurca el camino, el de la derecha baja a Saliencias y el de la izquierda nos interna hasta el mismo lago Covalancho con un kilómetro de bajada.

Cuatro son los lagos: Covalancho o de la Cueva, Calabazosa o lago Negro, Cerveril o Cerveriz y otro pequeñito que no resiste el estiaje. El más grande de estos lagos de Torrestío es el Calabazosa o Negro, situado a 1.610 metros de altitud, con veintitrés y media hectáreas de superficie y 60 metros de pro­fundidad para albergar cinco millones de metros cúbicos de agua. Unas truchas de exage­rada cabeza se comen a otros pececillos que llaman pescarda. El lago Cerveril o Cerve­riz queda un poco más alto, 1.635 metros.

El que más impone de sobrecogimiento es el lago Covalancho, verdaderamente dantesto, de ocho hectáreas de superficie, 22 metros de profundidad y un millón de metros cúbicos de agua. Cala­bazosa y Covalancho se comunican entre sí por un túnel y se aprovechan sus aguas para alimentar una cen­tral eléctrica. El Covalancho tiene sus paredes rojizas del mineral ferruginoso que años atrás lavaron en su vaso, de las minas que allí se explo­taban de donde bajaban el mineral ya molturado. Era el mayor criadero de hierro que tenía Asturias, cuatrocientas toneladas diarias molturadas que bajaban por Torrestío. Las minas se explotaron en once capas superpuestas.

En el lago Covalancho se alimenta la leyenda de la vaqueira ahogada. Es que el amor no sabe de colores ni de razas ni de estatus sociales y la vaqueira fue requebrada de amores por un xaldo asturiano y vivieron a escondidas el éxtasis del cariño. El mozo le entregó a la dama una ajorca de perlas y oro en promesa de rapto para consumar lejos la boda; perlas para engalanar el cuello de cristal de la bella vaqueira.

Las venganzas de la raza suelen ser terribles y así apareció el cuerpecillo de la moza ahogado en el dantesto lago Covalancho.

Todos los años en la noche de San Juan, cuando la luna besa las aguas del mítico lago, aparece la ajorca de perlas y oro reflejada entre las aguas remansadas con destellos de luz de luna.Por las empinadas laderas se repite el eco de lamentos en triste mur­mullo de canción amorosa, incesante año tras años: la incomprensión de xaldos y vaqueiros ante el enterno problema de la juventud y el amor.

viernes, agosto 18, 2006

El reino de León dejó huella en la Historia moderna

Diario de León 6/8/2006

MIGUEL ÁNGEL GONZÁLEZ, RICARDO CHAO.

El paso del siglo XVIII al XIX marca también la transición entre el Antiguo Régimen y el Estado Liberal. La organización territorial del Antiguo Régimen es sumamente compleja con multiplicidad de instituciones y demarcaciones que se solapan por lo que el proyecto que esta nueva etapa acomete es el de lograr una nueva organización territorial uniforme. Previamente y en esta línea, Felipe V en 1707 había promulgado los decretos de Nueva Planta por “mi deseo de reducir todos mis reinos de España a la uniformidad de unas mismas leyes, usos, costumbres y tribunales, gobernándose igualmente todos por las leyes de Castilla tan loables y plausibles en todo el Universo”. La organización fiscal de la Corona Española se realiza en función de las intendencias, que en 1785 son: Galicia, León, Zamora, Toro, Salamanca, Extremadura, Palencia, Valladolid, Ávila, Burgos, Segovia, Soria, Guadalajara, Madrid, Toledo, Cuenca, La Mancha, Sevilla, Córdoba, Jaén, Granada, Murcia, Vizcaya, Guipúzcoa, Álava, Navarra, Aragón, Cataluña, Valencia, Mallorca e Islas Canarias, estando, según la Real Cédula de 13 de noviembre de 1766, el ámbito competencial de los intendentes circunscrito a las áreas de hacienda (recaudación de tributos) y guerra (levas y abastecimiento del ejército). En cuanto a la organización judicial, encontramos las chancillerías de Valladolid y Granada, las audiencias de Galicia, Asturias, Extremadura, Sevilla, Aragón, Cataluña, Valencia, Mallorca, Canarias, los adelantamientos de Campos y Burgos, partidos del anterior adelantamiento de Castilla, el adelantamiento del Reino de León y, a nivel inferior, los distintos corregimientos. En lo relativo a la organización militar, los Borbones habían creado las capitanías generales de Galicia, Castilla la Vieja, Extremadura, Andalucía, Granada, Guipúzcoa, Navarra, Aragón, Valencia, Cataluña, Mallorca y Canarias. En 1805 se crea la Capitanía de Asturias. Paradójicamente, en 1805 la Capitanía General de Castilla la Vieja estaba formada por las provincias de Asturias, León, Zamora, Salamanca, Valladolid, Palencia y Ávila mientras que la de Burgos lo estaba por las de Santander, Burgos, Logroño y Soria.
Llegados a este punto, podemos preguntarnos ¿qué es León? En esta transición León tiene tres ámbitos distintos. El primero, el correspondiente a la provincia de León integrada por los partidos de Oviedo, Ponferrada y León hasta que se escinde definitivamente la de Asturias de Oviedo a finales del siglo XVIII. El segundo, el correspondiente al Reino de León, que al igual que el resto de los reinos españoles desaparecería con el Antiguo Régimen. El alcance de sus instituciones (Adelantamiento, Procurador General y Defensor, Sargento Mayor, etc. del Reino de León) quedaba limitado al espacio comprendido entre la Cordillera Cantábrica, el Cebrero, el Duero y el Cea aunque otras instituciones tuvieran un ámbito mayor, el correspondiente al Reino de León medieval (Galicia, Asturias, León y Extremadura) como el Notaría Mayor del Reino de León. Finalmente, el tercer ámbito de León se refiere a la consideración del Reino de León como parte integrante de la división territorial española en reinos y provincias, como ya vimos en el capítulo anterior. En torno al siglo XVI había surgido un concepto exclusivamente geográfico que fue denominado Castilla la Vieja identificado con la Meseta Norte, frente a Castilla la Nueva identificada con la Meseta Sur, considerados como territorios nucleares de la Corona de Castilla (Galicia, Asturias, León, Andalucía, etc.) que era identificada con Castilla. Sin embargo, el Reino de León y Extremadura (que toma su nombre de la Extremadura del sur del Duero) consiguen diferenciarse de ambas Castillas, resultando la división regional que ya conocemos.
Con objeto de racionalizar estas divisiones surge la división de Floridablanca de 1785 en la que se recogen ocho regiones divididas a su vez en treinta y una provincias. Una de estas regiones era la del Reino de León que contaba con las provincias de Extremadura, León (con Asturias de Oviedo), Palencia, Toro, Zamora, Salamanca y Valladolid. En 1799 la Superintendencia General de Hacienda durante el reinado de Carlos IV continúa la labor de racionalización de mapa provincial, suprimiendo la provincia de Toro y creando las de Oviedo, Sanlúcar, Alicante, Cádiz, Cartagena, Málaga y Santander.
Después del alzamiento de los leoneses el 24 de abril de 1808 (¿Por qué retrasarlo al dos de mayo?) podemos considerar que comienza la Guerra de Independencia consecuencia de la ocupación de los franceses (sabemos de la existencia, en 1809, de un Gobernador General del Reino de León en nombre de Napoleón). La resistencia se organiza en 13 juntas provinciales: Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Cataluña, Córdoba, Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, La Mancha, Madrid, Mallorca, Murcia, Navarra, Sevilla, Toledo y Valencia. Con objeto de constituir una Junta Central, tratan de unirse las Juntas de Galicia, Asturias, León y Castilla la Vieja. Asturias abandona y el 10 de agosto se ratifica el Tratado de unión entre los reinos de Castilla, León y Galicia. Por otra parte, el gobierno francés de José I crea la división en 38 prefecturas y 111 subprefecturas entre las que se encontraba el Departamento del Esla o Prefectura de Astorga. Un curioso guiño al antiguo Convento Astur (Astura = Esla).
Surge una confrontación entre la Junta de León y la Capitanía de Castilla la Vieja por el intento de ésta de disolver e incorporar a aquella. Éste conflicto alcanza su máxima tensión cuando el capitán general detiene a los delegados de la Junta de León que iban a incorporarse a la Junta Central. El conflicto es resuelto por la Junta Central que arresta al capitán general y ordena que se admitan los diputados en representación del Reino de León. Durante la Guerra de la Independencia, la Junta Central convoca Cortes en la ciudad de Cádiz cuyo acto inaugural se celebra en septiembre de 1810. León envió a las Cortes de Cádiz siete diputados, cinco en representación de la provincia y reino de su nombre, uno de la Junta y otro de la capital, por tener esta ciudad voto en Cortes. En el artículo 10 de la Constitución de Cádiz de 1812 se enumeran los territorios españoles: “El territorio español comprende en la Península con sus posesiones e islas adyacentes, Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdoba, Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia, Navarra, Provincias Vascongadas, Sevilla y Valencia, las islas Baleares y las Canarias con las demás posesiones de África”. De acuerdo a esta Constitución, se plantea una nueva división provincial en 1813, cuyo responsable sería Felipe Bauzá. Como novedad, este proyecto dividía las 44 provincias en tres clases: las de 1ª clase serían las provincias de gran volumen de riqueza y de población. Las de 2ª, en sus propias palabras, serían las “de menos estensión, población y riquezas, (pero) que siempre se han manejado por sí solas”. Finalmente, Bauzá dice de las de 3ª clase: “he formado dentro de las de primera clase otras de tercera (...), subalternas necesarias por la demasiada extensión de aquéllas”. León aparece dividido en dos provincias: la de León (de 1ª clase), y la de Astorga (de 3ª clase, y que incluiría El Bierzo y otras comarcas orientales leonesas), si bien, como hemos visto, ésta última estaría incluida en la primera. Pero en 1814 Fernando VII declaró nula la Constitución y toda la obra legislativa de Cádiz, restableciendo el Antiguo Régimen previo a la ocupación napoleónica. La proyectada división de Bauzá, que estaba a punto de ser llevada a cabo, dormirá el sueño de los justos.
Con el restablecimiento del orden constitucional de Cádiz durante el Trienio Liberal (1820-1823), vuelven a abrirse las Cortes (9-VI-1820) y se reanudan los proyectos interrumpidos seis años antes, culminando con la promulgación del Decreto de división del territorio del 27/1/1822, entre cuyos autores estaban el mencionado Bauzá y José Agustín Larramendi. Esta vez se eliminaron las referencias a los antiguos reinos, y se crearon algunas provincias nuevas, entre las que se contaba la de Villafranca. Esta provincia no se circunscribía al Bierzo, sino que, en palabras de los autores, “casi toda la gobernacion de Cabrera, el Valle de Orres y los Concejos del Sil de arriba y de abajo, Salientes, Salentinos y Valseco, Tejedo y Mata de Otero quedan comprendidos en esta provincia”. En realidad, esta división es considerada “provisional” en el artículo 1º del mismo Decreto, y algunos historiadores como Eduardo Garrigós Picó creen que nos encontramos ante una resurrección de la provincia de Astorga de 1814, aunque con algunas variaciones en sus límites. El Decreto debía servir como marco para la elección de diputados, pero las elecciones no llegaron a tener lugar. Pocos meses después de su promulgación, se estableció una nueva clasificación jerárquica de las provincias, dividiéndolas en de 1ª, 2ª, 3ª y 4ª clase. Desconocemos si las de 3ª y 4ª se pensaban incluir en las de 1ª (como ocurría en el caso de 1814), pero, en todo caso, toda esta obra desaparece en 1824: la Provincia de Villafranca seguirá el mismo destino que las de Játiva y Calatayud, y no volverá a aparecer en ninguna de las posteriores divisiones provinciales.


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miércoles, agosto 02, 2006

El valle del silencio

Cuentos del reino secreto
JOSE MARÍA MERINO
—Acaso para ti, por tu origen, todo esto sea más familiar —dijo Lucius Pompeius—. Pero te confieso que yo he recorrido muchos caminos del mundo bárbaro y no he hallado un sitio donde los misterios acechen de tal modo.
Empezaba a amanecer sobre el paisaje plácido. Sólo los trinos de los pájaros servían de contraste al silencio que reposaba sobre todo como una bóveda suave y transparente. A los lados, las altas peñas se iban iluminando con el resplandor blanco amarillento del sol primero.
Ellos llevaban sus monturas al paso, mien­tras se adentraban en el valle. Las pisadas de los caballos retumbaban en las oquedades del monte.
—Sólo en algunos puntos del oriente se pueden encontrar lugares semejantes. Allá en ^s tierras hiperbóreas, donde habitan los frisios y los marcomanos, y en los campos decumates, también los paisajes tienen alma: pero se trata de un alma pasiva, cuya tristeza no tiene otra fuerza que la de reflejarse en el contemplador.
Lucius Pompeius alzó un brazo y lo hizo girar, abriendo mucho los dedos de la mano.
—Aquí, el alma del paisaje es activa, es­tá como agitada, como pugnando por salir de sus cauces. Es una vibración. Parece el pulso de un dios.
Habían salido pronto del campamento, por­que Lucius Pompeius quería visitar por última vez un lugar determinado del valle. La partida de la cohorte estaba anunciada para el alba del día siguiente.
—Por eso, como recuerdo de mi estancia y propiciando su protección, he consagrado un ara a Mandica.
Lucius Pompeius se alegraba de dejar atrás aquellos lugares malditos y esa obliga­ción, que él consideraba impropia de un solda­do, de vigilar el multitudinario y prolijo trajín de los esclavos. Estaba harto del polvo de las arrugias, del perenne barrizal, de contemplar aquel sudoroso ganado humano que cuidaba de las labores mineras con aparente docilidad, traicionada a menudo por miradas de reojo y un mascullar que proclamaba una actitud de insumisión y acecho.
Sin embargo, junto a su satisfacción por volver a una tarea más digna —la Legión se trasladaba a lugares lejanos, donde era necesa­ria para una acción armada— persistía el sabor agrio de una pena sin remedio. En aquellos parajes, Lucius Pompeius había perdido a Marcellus, su mejor amigo, y no precisamente en
un hecho bélico, que hubiera por lo menos em­parejado su destino con su oficio.
El recuerdo de aquella ausencia era la cau­sa principal de la excursión mañanera. Su com­pañero de camino era muy joven. Hijo de un médico de Lancia y de una indígena distingui­da, se había incorporado recientemente a la Legión, en los inicios de su servicio militar. Tras la pérdida de Marcellus, Lucius Pompeius había encontrado en el muchacho el nuevo compañero inseparable. Lucius Pompeius, que era un gran solitario, necesitaba sin embargo un confidente, un escuchador resignado ante quien desarrollar sus largos monólogos interpolados de silencios y de pausas.
—Esa agitación interna, ese cimbrearse invisible, se manifiesta en este valle de un mo­do especial —continuó Lucius Pompeius.
—Es un valle sagrado —repuso su joven compañero—. Es un lugar para el retiro y la me­ditación. Lo ha sido siempre, desde el tiempo de los abuelos de los abuelos.
Un águila volaba por el centro mismo del cielo y los pájaros callaron unos instantes. El murmullo de un arroyo deslizándose por la ladera llenó de pronto todo el ámbito de sus oídos con el eco del fluir agudo y tintineante. Lucius Pompeius detuvo su caballo y su com­pañero le imitó.
—Escucha —dijo Lucius Pompeius.
Ambos guardaron silencio.
—¿No oyes palabras?
Al cabo de un breve tiempo, era posible imaginar que, en efecto, el sonido del arroyo estaba entreverado de un murmullo de voces.
—Marcellus creía que el agua dice pala­bras reales. En ellas, continuamente, la tierra manifiesta el relato del pasado y del futuro. El hebreo que le inició en esas creencias era, al parecer, capaz de comprender algunos sonidos.
—La gente de mi madre cree que en las fuentes habitan las janas —repuso el joven—. Tienen la voz suave, melodiosa como el gorjeo de los jilgueros. Visten de plata e hilan una larga madeja de oro.
Lucius Pompeius sonreía.
—También los míos creen algo parecido. Pero nunca había oído que la tierra pudiese hablar por medio de sus corrientes.
Siguieron avanzando, hasta que el eco del torrente se incorporó a la lejanía mansa de los demás sonidos. El disco rojo del sol asomó ante ellos como un enorme escudo.
—Salud —dijo Lucius Pompeius.
—Salud —repuso su compañero.
El hebreo vivía en la carnnaba de la sede de la Legión. Tenía fama de hechicero y adivi­nador. Marcellus le había tomado gran apego. Lucius Pompeius se puso a hablar, con los ojos perdidos en la lejanía y la voz monótona.
—Siempre fue devoto de lo inasible, de lo que nos rodea sin que lo veamos. No amaba la milicia, pero tampoco la carrera consular. Una curiosidad melancólica se fue apoderando de él. Yo le animaba a participar en los deleites de la vida pero, para él, cada vez iban significando menos y menos. Muchas veces decía que tenía el propósito de marchar lejos, sin explicar a dónde.
El hebreo era, al parecer, conocedor de doc­trinas secretas. Un día, Marcellus mostró a su amigo un pergamino en que figuraban extraños garabatos. Según le había explicado el hechice­ro, aquellos signos indicaban el lugar donde su languidez y su angustia podrían al fin resolverse. Se trataba de varios pentáculos que enlazaban, en un tosco mapa, algunos lugares cercanos a los campamentos de la Legión. Las líneas formaban diversas estrellas de cinco puntas uniendo Astúrica, Interamnium Flavium, el monte Teleno, varios castros considerados de antiguo como lugares mágicos, excavaciones auríferas, fuentes de ríos, santuarios inmemoriales... Rodeado por los pentáculos quedaba un lugar que era, preci­samente, aquel valle apartado y silencioso.
Marcellus asumió sin dudar los signos del pergamino como un mensaje que le estaba espe­cíficamente dedicado y decidió buscar en aquel valle el prometido desenlace a su desazón. Lucius Pompeius, que no consiguió hacerle desis­tir, acompañó a su amigo en la aventura.
Donde el valle empezaba a estrecharse, se mostraban en las alturas de las vertientes unas oquedades disformes, que simulaban bocas su­cesivas. Aquellas cuevas tenían en la carta del mago sus propios signos. Ascendieron penosa­mente.
—Marcellus se dirigió a la última de las cuevas como si el lugar fuese para él perfecta­mente familiar —continuó Lucius Pompeius—. La cueva tenía un estrecho y corto pasillo, una garganta que desembocaba en una amplia estancia. A través de la roca, por una lejana rendija, fluía desde lo alto la luz de la mañana, envolviéndolo todo en una penumbra suave. La pared de la gruta no era vertical, sino que ofrecía un repecho, como un gran escalón, an­tes de unirse al suelo. En aquel repecho, la hu­medad había ayudado a formarse enormes ma­sas de musgo.
En la gruta, el silencio era absoluto. Se podía pensar que el propio ámbito, el espacio tenebroso, estaba constituido de silencio. Mar­cellus se acercó a un punto de la gruta y se detuvo, con expresión absorta. En aquel lugar, la larga protuberancia de la pared de la cueva se interrumpía de pronto, por causa de una hendi­dura. Al cabo de unos instantes, Lucius Pom­peius comprendió que aquella hendidura tenía una medida y una forma peculiar: semejaba el interior de un sarcófago como los que, según
sabía, se habían usado entre el pueblo púnico. Aquella similitud despertó su curiosidad, y ob­servó más cuidadosamente la extraña hendidura. Aunque el contorno general recordaba un vacío a la medida y con las proporciones de un cuerpo humano, una sutil irregularidad le daba a la oquedad un aire de fenómeno natural, de cosa no trabajada por mano inteligente.
Al cabo de un largo rato, Marcellus, siem­pre estupefacto, se acercó decididamente al ni­cho, trepó por el breve repecho de piedra, se tumbó dentro, en decúbito supino, y cerró los ojos, como si quisiese dormir: al poco tiempo, pareció iniciar un profundo sueño. Lucius Pom­peius quedó desconcertado por aquella acción extravagante. Esperó un rato y luego salió de la cueva sin saber qué decisión tomar.
Contemplaba el valle que, como si fuese otro cuerpo, éste gigantesco, reposando en su nicho cósmico, parecía agitarse en el leve alien­to de algún hondo sueño.
—De pronto sentí una gran inquietud por Marcellus y resolví llevármelo de allí, pero mis intentos por despertarle fueron infructuosos. Sin duda vivía, pero su sueño tenía la apariencia de la muerte. Además me era imposible incluso sacarlo del nicho, como si su cuerpo se hubiese incrustado en la piedra de aquel alvéolo.
Cuando comenzaba a anochecer y Lucius Pompeius estaba a punto de regresar al campamento, en busca de ayuda, Marcellus salió de su sueño, se incorporó lentamente y, tras una pausa en la que era evidente su esfuerzo por regresar del profundo estupor, salió del aguje­ro. Estaba muy pálido. Lucius Pompeius le tomó del brazo y él se dejaba llevar dócilmente, sin hablar.
Hasta unos días después, Marcellus no relató a su compañero aquella experiencia. Cuando lo hizo, manifestaba un asombro teme­roso y perplejo.
—Sentí cómo me iba disolviendo en el sueño, pero el sueño no era la pérdida de la con­ciencia, sino la incorporación a una conciencia diferente. Primero comencé a perder los límites de mis sentidos. Las paredes de aquel hoyo, en lugar de encerrarme y rodearme, de sepa­rarme de la piedra, me unían más íntimamen­te a ella. Así, lentamente, mi tacto iba expan­diéndose por entre la propia sustancia de la roca. Mi cuerpo se diluía en la tierra, se con­vertía en una parte de la tierra, del valle.
Marcellus enumeraba con minuciosidad todos los recuerdos de sus percepciones a lo lar­go de aquel sueño misterioso, de su fusión con aquel espacio: los balanceos que la brisa suave « causaba en cada una de las hojas de los castaños J y de los robles, en las ramas rígidas de las urces, en las hierbas y en las flores que crecían en los declives menos empinados, eran recordados por él como pequeñas vibraciones de partes de su propio cuerpo, que comprendía también cada una de las hojas y de las briznas, y que sentía como propias, sin posible error, todas aquellas palpitaciones, la tensión de la tierra en la que él mismo se hundía y clavaba, con las raíces de los árboles y de las plantas; el calor del sol que, al ir iluminando los peñascos y las laderas, calenta­ba su piel, donde los pájaros escarbaban bus­cando el alimento y que recorría el agua del arroyo, con un fluir de líquido vivo que, sin duda, también le pertenecía.
Aquellas sensaciones eran cada vez más poderosas y llegaron a un punto en que, de mo­do simultáneo a su embeleso, se alzó en él una sensación de vértigo, como si aquella nueva conciencia estuviese a punto de conseguir una dimensión tan dilatada, tan enorme, que se convirtiese en la propia conciencia de aquel cuerpo cada vez mayor y olvidase su pequeña identidad de carne y hueso. Era el vértigo ante un abismo infinito y desconocido en el que parecía a punto de sumergirse. Tuvo miedo entonces y despertó.
—Su melancolía se tino desde aquel día con la nostalgia del sueño que había tenido en la cueva. Buscaba la soledad y llegó a evitar mi compañía. Aquella palidez con que había des­pertado, cuando su misteriosa experiencia, se fue acentuando. Una vez, al volver de la guardia, me dijeron que Marcellus había desapare­cido. Sin descansar, me dirigí al valle y ascendí hasta la gruta. Marcellus estaba tumbado en el nicho de roca, con aquel raro aspecto de per­manecer entre el sueño y la muerte. Esperé mucho tiempo, pero no despertó. Decidí al fin respetar su aislamiento y me alejé, dejándole dormido.
Lucius Pompeius detuvo el caballo otra vez y miró fijamente a su compañero.
—Esperaba que retornase al campamen­to, por su propia voluntad. En aquella situa­ción, sólo él mismo podía decidir. Pero el tiempo fue transcurriendo y no regresó nunca. Com­prendí al fin que había decidido marchar lejos, como tantas veces había anunciado.
Reemprendieron la marcha. La vuelta de un recodo les sorprendió con el resplandor del sol en una cresta rocosa en que se abrían las entradas de varias grutas.
—Allí es —dijo Lucius Pompeius.
Un urogallo saltó entre el matorral y se alejó de ellos con vuelo rasante y grandes aletazos. A lo lejos, las siluetas de las mon­tañas recortaban el horizonte con una gran limpidez.
Penetraron en la gruta. La luz cenital le daba aspecto de lugar sagrado. Lucius Pompeius observó a su alrededor el suelo, las paredes húmedas, el musgo que cubría las rocas.
—No está —murmuró—. El nicho. Ha desaparecido.
Ya no existía la oquedad donde al pare­cer había reposado el cuerpo de Marcellus. Lucius Pompeius salió al exterior y el joven le seguía sin decir nada. El sol encendía ya una mañana esplendorosa, en la que se juntaban el aroma seco del monte y los frescos efluvios de la vaguada. De pronto, Lucius Pompeius pareció comprender. Su rostro se demudó y volvió apresuradamente al interior. Se enca­minó a una de las protuberancias rocosas y comenzó a palparla.
—Manes sagrados —exclamaba.
En uno de los extremos de la roca, el musgo se hacía especialmente fino y tupido. Lucius Pompeius lo manoseaba con una mez­cla de precipitación y de cuidado, hasta que lanzó un grito: bajo el musgo húmedo, que se­paraban sus dedos, apareció un párpado y se abrió luego un ojo que mostraba el pasmo de un ensimismamiento absoluto. Lucius Pom­peius soltó el párpado, que se cerró de nuevo, y apartó los dedos del musgo, que cubrió otra vez del todo el rostro adivinado.El cuerpo de Marcellus se había incorpo­rado a la sustancia misma del valle. Lucius Pompeius y su joven compañero salieron de la ' cueva. Unas lágrimas se escurrían por las mejillas resecas del veterano.

martes, agosto 01, 2006

Asturias, origen de un topónimo

Revista Lancia, nº 1
MARIO VELASCO SANZ

Tras la lectura de las conclusiones sobre el origen etimológico de Asturias a que han llegado tratadistas de tan reconocida solvencia como A. Tovar, J. Corominas, Menéndez Pidal, Pokorny, Holder, etc., hemos encontrado que cada una de ellas constituye una explicación hipotética, y que todas, en general, manifiestan un no disimulado desconcierto. Partimos para nuestra exposición de las primeras muestras escritas relativas al tema.

No es de extrañar que Floro (1) y Orosio citen el río «Astura» al tratar de la guerra de los Cántabrqs; ni que lo haga S. Isidoro (2), quien aseguraba que los «astures» toman el nombre del río, rodeado de montañas y bosques, en cuyos márgenes habitan, ya que el origen de tal vocablo lo rastrean filólogos como Pokorny (3) y Holder (5) entre los compuestos de un étimo prerromano que hace referencia a «río» en su significado. En efecto, Pokorny atestigua una raíz «dbeu» indoeuropea, con significado de «corriente», «río», repetida con frecuencia en la hidronimia indoeuropea, testimonio que avala mediante un ejemplo existente en tracio: 'A-Uupas que procede de n-dhu-r, donde se aprecia un primer fonema vocalizador de la raíz, y que sería el originario del fonema A. A la vista de estos datos, consideramos que en una evolución fonética normal, el fonema interdental q>(dh) podría haber llegado a —dt—, y posteriormente disimular —d— en —s— por confluir dos fonemas oclusivos en un mismo lugar de articulación, diferentes sólo por la sonoridad. Pero esta evolución que habría llevado 'AOupas a «Asturias» debemos descartarla como válida para nuestro cometido, puesto que no se ve avalada por ningún ejemplo intermedio en otra lengua. A pesar de todo, la primitiva raíz indoeuropea «dheu-», se refleja, sobre todo, en un territorio casi exclusivamente mediterráneo, y referida a nombres de ríos, tales como «Duria» en Hirió, en que la interdental aspirada indoeurope dh- ha perdido la aspiración, lo mismo que sucede en alto italiano: «Dora», «Doria», en francés: «Dore», «Doire», «Dorou»; en Iberia: «Durius»; en otras ocasiones, el fonema sonoro d- ha ensordecido, como se ve en los hidrónimos del alto alemán «Tyra», del español «Tuna», o conservado la aspiración «Thur».

El elemento significado, «río», «corriente de agua», conecta con el campo semántico del ejemplo expresado por d'Arbois de Jubainville (5), quien aduce otra raíz indoeuropea, en este caso; «steu», «stou», «stu»: «caer a gotas», de donde procedería el antiguo indio «stoka-s»: «la gota». Es a partir de estas dos raíces, cuyo campo semántico coincide, repetimos, de donde arrancó Holder para explicar la procedencia de «stu-ra», río de Piamonte, cerca de Ligurir, documentado con este nombre, «Stura», por Plinio (6): «Duria nam, Sessis Torreus vei Stura vel Orgus marmoris lonii Saevitiam superant.».

No acaba aquí la referencia al significado «río» de la raíz «stur», ya que el mismo Plinio (7) atestigua la existencia en Bretaña de un «sturius Stur»: «Flumen quod nominatur stur», y más adelante, «Iuxta fluvium vocabulo stur».

Por si la referencia al campo semántico del agua no quedara patente en todos los ejemplos aludidos, Holder (8) aduce otros: habla de una isla ubicada en el mar Mediterráneo, en las proximidades de las Stoechades, con el nombre de «Sturium»; de otra isla, sita en la desembocadura del Rhin, cuyos habitantes, de quienes se pregunta si serán germánicos, se denominan «sturü», con el nombre de «Sturia», derivado de «Stura», dice que se conocía el río Stoer, afluente del Elba en Schleswig-Holstein. Pero el significado de esta raíz no se ciñe exclusivamente a «río». En efecto, Schulten (9) cita otros nombres: «Astura», en Asia Menor, que toma de Estrabón (10), uno en Troas y otro en Mysia, que designan ciudades, así como en Rodas y en Bizancio. Pero aquí podemos aducir que, como en España, «Asturias» hoy alude a una región y no a un río exactamente, aunque su origen etimológico estuviera en un río, se puede suponer que tales ciudades asiáticas tomaron su nombre de un río con la raíz aludida.

Esto por lo que concierne al exterior de la península. Dentro de ella tenemos varios ejemplos, que vamos a tratar de recordar. Además del «Astura» indicado al principio, discurré un río con nombre «Astuera», cerca de Colunga, cuya base, como dice Villares (11), indudablemen­te es «Astora». También en Ujué hay un valle sin arroyo llamado Asturiaga.

Otros, como Fouche (12), toman una hipotética raíz ibérica, aste-, a partir de la cual se formarían nombres en Creta, Tracia y Ténedos. No estaría de más relacionar con esta raíz la «Astapa» de la Bética citada por Tito Livio (13) ni la «Astigis» que aduce Ptolomeo (14). Pero, aunque al final tratemos de sacar algunas conclusiones, queremos adelantar que consideramos simple homofonía la raíz de «Astigis», por ejemplo, y la de «Astura». Para Schulze, «Astur» parece etrusco, pues corresponde al etrusco «Asnei» —latino, «Astius»—, avalado por el hecho de que Virgilio nombra un etrusco «Astur» en la Eneida"(15).

Palomar Lapesa (16), siguiendo a Meyer (17), relaciona el término «astur» del nórico y Norte de Italia con el término latino «astur» = «azor» de la raíz acu-, oku-, «veloz». Keller (18), por el contrario, piensa que nada tiene que ver con el «astur» latino, y lo hace derivar del griego «asterias», «estelar».

Por último, Mª Lourdes Albertos (19) propone la raíz indoeuropea «ast(n)-», «duro», variante, según Pokorny (20), de ost(h)-, «hueso», fundándose en la gran difusión que tal raíz tiene en la onomástica y toponimia.

Existe un consenso mayoritario, pues, entre los tratadistas de proponer el significado de «río» (aunque, en nuestra opinión, habría que generalizarlo más, y que abarca todo el campo semántico del agua), para las variantes asta, stur, astur, astura, sturia, etc., haciéndolas derivar de la raíz indoeuropea dheu-, como indica Pokorny (21), o de la también indoeuropea raíz steu-, stou-, stu-, con el significado de «gotear», variantes todas que se atestiguan en territorios poblados tanto por los indoeuropeos como por ligures, lo cual nos llevaría a proponer un origen preindoeuropeo, posiblemente perteneciente al «antiguo europeo», que, según Hans Krahe (22), se hablaba en el centro de Europa y en España antes de las primeras avalanchas de indoeuropeos. A pesar de todo, no podría descartarse un posible influjo adstrático del indoeuropeo sobre el ligur, o viceversa, ya que Pokorny y Holder (23) continuamente aventuran interrogaciones sobre un posible origen ligur, y que sería lo más acertado, en nuestra opinión, dada la extensión mayoritaria por las riberas Nord-mediterráneas de esta raíz.

Aunque existe toponimia ibérica con la raíz ast- (recuérdense «Astigi», «Astapa», etc.), A. Montenegro (24) niega la autoctonía ibérica, basándose en la extensión que por todo el mundo europeo tenía; para él también constituye una raíz típicamente preindoeuropea. A esta idea caben añadirse todos los significados diferentes a «río» que tiene la palabra «Stur» y sus variantes, y tanto en toponimia como en hidronimia y onomástica, todos los cuales podrían proceder de una raíz que desconocemos, y cuyo significado podría estar en el campo semántico del agua, adquiriendo en su evolución derivados que han cambiado de sentido. El hecho" concreto es que tenemos el significante, con variantes diseminadas por todo el ámbito mediterráneo, y su territorio ocupado por los indoeuropeos, pero no tenemos el significado exacto, por lo que cualquier hipótesis de formación originaria puede entrar dentro de la validez. Cabe también la posibilidad de que fueran varios homónimos de un mismo significado, con lo que la noción de procedencia se vería más difuminada, y habría que hacer más fuerza por buscarla donde más abunda, es decir, en los territorios ocupados por los indoeuropeos.

Ante estas circunstancias de inconcreción por falta de una base avalada por elementos históricos concretos, debemos acudir a algo que consideramos muy importante en toponimia, el significado de los elementos morfológicos del topónimo, ya que es, en la mayoría de los casos, la propia orografía la que decide el nombre de un lugar —no entramos en las posibles circunstancias sociológicas o etnológicas que han dado origen a muchos topónimos—. Vamos a examinar a grandes rasgos dicha orografía y, a la vez, argumentar por nuestra parte una hipótesis que explique el significado, la cual haría también referencia a «rió», aunque por un origen etimológico distinto.

Para Caro Baroja (25), «Astur» sirvió para dar nombre a una «gens» y a su territorio, pero, además a un río «Ástura», en el territorio mismo, lo cual nos habla de una conexión espiritual digna de tenerse en cuenta entre el río y los hombres. Esta conexión ha de estudiarse en términos generales.

Asturias es un país de montañas, cubierto por un manto verde y regado por ríos abundantes. Si consideramos que los pueblos anteriores a los indoeuropeos eran eminentemen­te pastores, y su lugar de asentamiento eran las montañas, no sería descabellado pensar en un significado relacionado con su economía y «modus vivendi» para nuestra conjetura. Los pueblos anteriores a los indoeuropeos de Hallsttat quizá sean los Astures. El nombre de los habitantes de esta zona no lo conocemos hasta que los historiadores romanos nos hablan de «Astura» y «Astures», pero lo que sí sabemos es que no es celta, pues los únicos y pocos celtas que se asentaron, y que fueron después absorbidos por los pobladores anteriores, eran los Lugones y Turones (26), venidos a partir del 600 a. C. Si tenemos en cuenta ahora la extensión de la raíz ast- y variantes (astur-, stur-, etc.), por todo el ámbito mediterráneo, hemos de llegar a la conclusión de que los astures debían estar relacionados de alguna manera con los habitantes preindoeuropeos del mundo mediterráneo, si es que ellos mismos no eran preindoeuropeos, y que la raíz antedicha puede, según el consenso general, hacer referencia al significado aludido, y que estaría concretizado en el Esla, cuya evolución etimológica veremos. Seguimos, a pesar de todo, sin conocer el significado exacto de la raíz, y a ninguna lengua, salvo a los vestigios toponímicos preindoeuropeos, podemos acudir si no es al vasco, única lengua viva que nos puede ayudar en nuestra interpretación, si bien, no significa que nos atengamos a ella como definitiva, consideramos interesante, eso sí, encontrar en esta lengua dos lexemas que pueden ayudar a la interpretación.

Nos introducimos, es cierto, en un terreno muy respetado por la ciencia actual, por lo resbaladizo que resulta, el vasco-iberismo. No es nuestra intención polemizar sobre el problema, pero, ¿cómo explicar la presencia en nuestra península de una raíz de amplia difusión nord-mediterránea si no es a través de los pobladores preindoeuropeos de la Península Ibérica?, y, ¿cómo explicar que existan en el vasco actual los antedichos dos lexemas que al fundirse darían un compuesto perfecto «Astur»? Pensamos, pues, que si bien el vasco no es ibérico, sí, al menos, tuvo una relación con éste, relaciones que M. L. Albertos (27) establece como derivadas de una situación adstráctica, en que las isoglosas son poco abundantes. Dejamos el problema como está y, a partir de él, seguimos. No se sabe si el vasco influyó en el idioma ibérico o al contrario, pero en este caso concreto nos inclinamos a pensar en una influencia de la lengua ibérica sobre el vasco (28). En efecto, en un afán de explicación semántica, encontramos en el vasco los componentes del vocablo «astur», ya que «asta» significa risco» y «ur» significa «agua», las cuales vendrían a definir perfectamente al país asturiano como «lugar poblado de montañas, por las que corre el agua necesaria para los pastos»; hay más, el río «Astura», citado por Floro y Orosio, corresponde con el significado de «río de la montaña», «fuente de la montaña», del que los astures toman su nombre, y que en una evolución fonética normal corresponde con el actual «Esla», que ya en tiempos celtas sonaría, según Tovar, como «Estula» o «Estla», y que, sin duda alguna, por influencia mozárabiga, llegó desde Astura> Estora>Estola>Estla>Esla. Sin embargo, Tobar es escéptico en cuanto al origen éuscaro del término (25), y Corominas, sobre la derivación de Astura >Esla, alega falta de elementos árabes que expliquen la «l», olvidando, por su parte, la gran cantidad de mozárabes establecidos en aquella zona (30). Estamos, pues, ante una palabra compuesta por dos lexemas; procedimiento que, junto con la derivación, es el más importante para la formación de palabras en el ámbito peninsular, aunque no faltan opiniones que arguyen como improcedente este sistema de composición para el vasco actual.

Hay que tener en cuenta que «Astura» es una palabra esdrújula, y que éste es un fenómeno mediterráneo preindoeuropeo, que informa la evolución de Astura a Esla, sin el cual no habría podido perderse la u, por la tendencia a la pérdida de antetónicas y postónicas. Cierre dé la a- en e-, pasando por la inflexión que representan como ae o ai los escritores antiguos (31). Queda, por último, pensar que esta interpretación pueda servir para explicar los anteriores topónimos e hidrónimos, es decir, que en ellos hubiera una configuración orográfica semejante a la del Esla.
En conclusión, se dan dos raíces indoeuropeas como originarias de ast-, cuyos compuestos se extienden por el margen Norte del Mare Nostrum y en territorios ocupados por preindoeuropeos, y varias otras que no carecen de fundamento en su explicación. Nuestra conclusión se une a la mayoritaria por el elemento significado, sin embargo, proponemos, sin ánimo de contribuir al marasmo ya existente sobre la cuestión, unas raíces existentes en una lengua viva, que dan una explicación, creemos que válida, del problema, aunque se salga en parte del consenso general atribuido al significado de las raíces etimológicas indoeuropeas.

1 ANNEO FLORO, L, Epitomae Lihri //, Ed. Otro Rossbach Lipsia, 1896 (2,46-60).
2 «Astures gens Híspanse gens Híspanse, vocati, eu, quod circa Asturam flumen sepri monnbus sílvisque crebís inhabítat» (9,2-112). ISIDORO, S.: Etymologiarum sive Originum, Oxford Universíti, 1962.
3 POKORNY, J., Indogermanisches etymologisches Wórterbltch, Francke Verlag Bern, Und München, 1959, p. 260 (1EW).
4 HOLDER, A., Alt-Cellischer sprachschatz, academische Druch. Verlagsanstalt, Graz-Auscria, 1962, p, 164.
5 HOLDER, A., loc. cit.
6 PLINIO, NH, 3, 118.
7 PLINIO, NH, 3, 118.
8 HOLDER, A., loc. cit.
9 SCHULTEN, A., Los cántabros y ástures en su guerra con Roma, Espasa Calpe, Madrid, 1943, p. 74.
10 ESTRABÓN, Geografía, Ed. Harvar University:
11 «Hidronimia antigua leonesa», Rev. Archivos leoneses, León, 1970, p. 258.
12 FOUCHE, «A prapás de l'orígin du vasque», Emérita, v. 1943, 51 y 55. Madrid, C.S.I.C.
13 TITO LJVJO, «Ascapa urbs erat, Cartaginiensium semper partia» (28,22,2), Ab urbe condila.
14 TOLOMEO, 2,4,10.
15 SCHULTEN en Los Cántabros, sigue a Schulze: G. Lat. Eigennarnen, Beriim, 1966, p. 131, recogido también por VILLARES, loc. cit., 258.
16 PALOMAR LAPESA, «La onomástica personal prelatina de la antigua Lusitania», Salamanca, 1957, p. 44.
17 VERGLEICHENDE SPRACHFORCHUNG, Zf., 66, 1939, p. 102.
18 Lat. Volk, etimología, 507.
19 «La onomástica personal primitiva de Híspania Tarraconense y Bética», Salamanca, 1966, p. 38.
20 POKORNY, loc, pp. 69 y 793.
21 POKORNY, loc. cit,
22 KRAHE, H., Lingüística indoeuropea, Madrid, 1971.
23 LOC. cit.
24 MONTENEGRO, A., «Onomástica de Virgilio y la antigüedad preitálica», I, Salamanca, 1949, p. 152.
25 CARO BAROJA, J., «Organización social de los pueblos del Norte de la Península ibérica en la Antigüedad»; Legio VII Gemina, 1970.
26 BOSCH-GIMPERA, P., «Les Mouvements celtiques», Paletnnhgía, Graz. Austria, 1974.
27 LOURDES ALBERTOS, M., «Lenguas primitivas de la península ibérica», Boletín de la Institución Sancho el Sabio, Tomo XVII, Vitoria, 1973, pp. 97-98.
28 Idea que también apunta GÓMEZ TABANERA en Prehistoria de Asturias, Universidad de Oviedo, 1974, p. 331.
29 COROMINAS, J., «Acerca del nombre del rio Esla y otros celtismos», en Tópica Hespérica, I, Madrid, 1972, pp. 68-107.
30 COROMINAS, J., «Acerca del origen del río Esla y otros estudios», N.R.F.H., 15, 1961, p. 45.
31 GONZÁLEZ, J. M., «Asta», nombre del riachuelo de Valdios, Separata de Valdedios, 1564, 20 a 26, pp. 6-7 y 9.
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NOTAS DE TALIESIN
Parece ser que el autor olvida que el Esla no pasa por Asturias. He encontrado también esta explicación del origen de los ástures
Localizados en el noroeste de España; tal vez llegados desde Istros River y la zona de Styria, Austria; Istros River es el nombre alternativo del Danubio.
Acerca del nombre 'Asturias o Asturies' se han emitido diversas hipótesis:
Como no, no falto quien propusiera un origen Vasco a tal nombre, así Humboldt que lo interpreta por aquella lengua en un compuesto del tipo AITZ-URA 'agua que brota entre las rocas'. Otra explicación AS-T-UR-IAS llevaría a entenderlo como 'comarca rica en torrentes de montaña' (Dolç 102 p.25). El parentesco con el vasco es cuanto más sugerente ya que existen palabras que guardan un cierto parentesco fónico, 'asto = asno', 'astorki = pipirigallo, esparceta' que pervive en determinados apellidos.
También lo relacionan con el latín ASTRUM, O ASTUR 'azor' o AST(H) 'duro'.Hasta ahora los más convincentes relacionan el río ASTURA (el Esla) con el de los ástures, primitivos habitantes de sus riberas hasta la dominación romana, el nombre ástures englobaba no sólo a los de la tierra llana sino también a la gente del lado norte, similares en todo a los sureños. Se suele indicar que la palabra ÁSTURA podría ser una palabra preindoeuropea, en relación con los hidrónimos y acaso entendible con el vasco, donde ASTA 'risco' y URA 'agua'. La referencia al agua parece razonable no solo por la primera alusión al Esla, sino por sobrevivir el término en Rebaste 'el río asta' (riachuelo que baja de Valdediós, en Villaviciosa) y en Astuera nombre de un arroyo y casería en el concejo de Colunga.
El mismo hidronímico ÁSTURA se documenta como 'estola' en el oriente de Asturias en documento de 1147 para referirse, probablemente al mismo río Sella al que los romanos llamarían en su lengua con un sencillo apelativo FLUVIUM. Se observa que se trata de una expresión gráfica similar a la que aparece para el Esla leonés.
Pues bien, parece que el "Astura", que en la documentación medieval se llama "Estura" o "Estula", podría proceder de la raíz céltica "-stour", que significa río. Dicho topónimo aparece en Britania, donde Plinio habla del río "stur" y hoy en día existen tres ríos "Stour" en Kent Suffolk y Dorset. En el Piamonte se localiza la tribu de los "Esturi" célticos y un río "Stura". En la desembocadura del Elba, hay otro rio "Stör", llamado antiguamente "Sturia". En la Asturias medieval se documenta un "Stora" y en al actualidad hay un río "Astuera" en Colunga. También en el britónico y en el gaélico actuales existe el vocablo ("Ster" y Stour", respectivamente) con el significado de río.